Una de las metáforas más comunes para expresar algo que requiere un
tremendo esfuerzo es hablar de montañas. Y así, decimos, por ejemplo,
que algo “costó tanto trabajo como subir una montaña”. A mí siempre me
han gustado las tierras altas, los pasos elevados que rozan el vuelo de
las aves. Sé bien lo que cuesta subir una pendiente abrupta de,
pongamos, apenas 400 metros de desnivel; y eso que yo sólo hago
senderismo, nada de escalar peñas ni atravesar glaciares. Por eso me
parecen alucinantes los alpinistas, esa gente capaz de ascender 8.000
metros, una altura que, por cierto, es letal, como me decía Chus Lago,
la estupenda escaladora gallega que durante varios años fue la única
mujer en el mundo que había subido al Everest sin oxígeno y seguía viva
para contarlo. Es decir: por encima de los 8.000, el cuerpo empieza a
morir. Los buenos alpinistas consiguen que ese deterioro sea más lento
que en una persona normal, y eso les permite la proeza de tocar el techo
del mundo. Pero rozan los límites de lo imposible, y por eso muchos
mueren en el intento.
Los escaladores logran esa gesta sobrehumana gracias a un aguante
excepcional del sufrimiento. Es tan asombroso lo que hacen que yo creo
que verdaderamente son mutantes. Primero, en lo físico, porque sus
cuerpos son capaces de soportar el aire enrarecido de una manera mucho
más eficiente que los demás humanos; por ejemplo, tanto Chus Lago como
Juanito Oyarzabal fumaban habitualmente, aunque lo dejaran en los
periodos de escalada, o sea, que no es que se cuidaran como monjes, sino
que tienen un don natural. Pero además, y sobre todo, son mutantes por
su increíble resistencia psíquica. Se diría que carecen de miedo y que
se niegan a reconocer ningún límite. En realidad, los alpinistas no se
enfrentan a la montaña, sino a sí mismos. Luchan contra sus propias
incapacidades. Tal vez quieran sentirse inmortales, aunque sólo sea por
un momento.
Hace un par de semanas conocí a una mujer increíble que ejemplifica
en grado superlativo lo que acabo de decir. Se llama Rosa Fernández, es
asturiana y tiene 52 años. Empezó su carrera como alpinista en 1997;
tiene en su haber el llamado Reto de las Siete Cumbres, que consiste en
subir a los picos más altos de todos los continentes. Además ha coronado
seis montañas de 8.000 metros, con lo cual es la segunda española con
más ochomiles después de Edurne Pasaban. Lograr todo esto exige
además una capacidad de gestión importante, porque el alpinismo es caro
y gran parte del esfuerzo se consume buscando patrocinadores. En 2009,
tras una sólida carrera ascendente, Rosa consiguió por vez primera en su
vida empezar el año con suficiente dinero para toda la temporada:
estaba exultante. Pero a finales de enero le detectaron un cáncer de
mama. Fue operada y recibió radioterapia durante tres meses. Y entonces
decidió seguir adelante con sus proyectos. “La doctora me retrasó un mes
el comienzo de la quimioterapia y así pude irme. Me dijo: si te vas a
morir, te morirás igual, y te vendrá mejor para tu cabeza”. En junio,
una semana después de terminar la radio, se fue al Broad Peak (8.046
metros). Llegó hasta los 7.500, y si no coronó fue porque el mal tiempo
impidió que nadie alcanzara la cima esa temporada: “Fue difícil, sobre
todo porque la mochila rozaba en las quemaduras de la radioterapia”,
dice con tímida naturalidad, como si fuera algo que cualquiera puede
hacer.
Luego vendría la quimio, un duro tratamiento que terminó en marzo de
2010. Y al mes siguiente emprendió de nuevo el viaje para atacar otra
montaña del Himalaya, el Manaslu (8.163 metros). Tras dos meses de lucha
no consiguió hacer cima, pero tampoco esa vez lo logró nadie. En mayo
de 2011, sin quimio y sin radio ya, esta mujer sobrenatural alcanzó la
cumbre del Kangchenjunga (8.586 metros), considerado el ochomil
más difícil, y en octubre coronó, esta vez sí, el Manaslu, haciendo
además la ascensión sin botellas de oxígeno. Es una historia de
resistencia impensable, imposible: todos los que hayan vivido de cerca
un tratamiento de quimio saben que estamos hablando de algo prodigioso.
Del triunfo de la mente sobre el cuerpo. De la ilimitada capacidad del
ser humano para reconstruirse.
¿Y ahora? Pues ahora resulta que esta Rosa Fernández, que es un
ejemplo de tesón y valor, un espejo de esperanza en el que mirarse, ha
encallado en una dificultad mayor que su cáncer, su radio, su quimio;
mayor que la hazaña de subir hasta rozar el cielo. No encuentra
patrocinio. Ahora que está en plenitud de fuerzas, el dinero no llega.
Necesita 15.000 euros para ir al K2. No puede ser que esta guerrera
pierda la batalla por el dinero. Esta es su web: www.rosafernandezrubio.com. Por si alguna empresa se anima.
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