Guatemala,
cuyas selvas eran consideradas hasta hace pocos años “el segundo pulmón
de América, sólo después del Amazonas”, sufre un proceso preocupante de
deforestación. Según estimaciones oficiales, anualmente se pierden
alrededor de 101.000 hectáreas de bosque. Y una de las razones de la
tala despiadada de árboles es la explosión demográfica (1.400 niños
nacen cada día) en un país donde la mayoría de la población sólo tiene
acceso a la leña para cocinar sus alimentos.
Pero no es la única. La más contundente, los intereses empresariales
de industrias mineras, madereras y ganaderas. Según Yuti Melini,
director del Centro de Acción Legal, Ambiental y Social de Guatemala
(CALAS), entre 1989 y 2012, en este país han sido asesinados 46 guardias
encargados de proteger los bosques y otros recursos naturales.
“En los últimos 10 años, el patrón se ha modificado. Ya no sólo se
persigue a la gente que trabaja en la defensa del ambiente, sino también
a quienes defienden sus tierras o recursos como el agua. Y lo más
grave: ya no sólo se les asesina, sino que su actividad se criminaliza”,
puntualiza.
“Esta gente, cuando se ve afectada, considera a quienes denuncian
como personas que representan un riesgo alto a sus intereses. Y no se
andan con pequeñeces. Buscan directamente la eliminación física de los
ambientalistas”, dijo Melini, quien hace cinco años sufrió un atentado
que lo mantuvo cerca de 10 días en una unidad de cuidados intensivos,.
Lo más grave, añade en conversación con EL PAÍS, es que las
organizaciones ambientalistas no tienen ningún respaldo del Gobierno
para el cumplimiento de su labor. “Durante el actual gobierno, presidido
por Otto Pérez Molina,
se ha criminalizado la protesta social en defensa de la naturaleza.
Quienes defendemos el agua, la vida y estamos en contra de la minería a
cielo abierto somos considerados terroristas por este gobierno”.
En tanto, la Fundación para el Desarrollo y la Conservación de la
Naturaleza (Fundaeco), que opera mayoritariamente en la zona Caribe de
Guatemala, ha perdido a siete hombres y sufrido dos atentados en la
última década, confirma a este periódico el director general de la
organización, Marco Cerezo.
Para el ambientalista, el hecho de que personas que llegan desarmadas
traten de que se respete la ley en zonas donde la ausencia del Estado
es secular, incomoda a los transgresores, acostumbrados a operar dentro
de la más absoluta impunidad. Sensación que se ha incrementado desde que
las mafias del narcotráfico invadieron estas zonas y han hecho valer su
enorme potencial económico y sus armas. Así, “los pequeños caudillos
que deforestaban zonas para el cultivo de pastos para el ganado, se
fueron convirtiendo en potentados, cuyos intereses colisionan con el
ambiente”.
Para Cerezo, este problema sólo empezará a solucionarse con una mayor
presencia del Estado, Ejército y Policía, que recuperen el control
territorial y hagan valer la legalidad, “Es la gran petición de los
ecologistas guatemaltecos”, comenta. Y advierte que quienes más riesgo
corren son los pequeños líderes comunitarios que velan por conservar su
acceso al agua limpia y a un ambiente sano. “Están totalmente
desprotegidos”, subraya.
La connivencia entre industrias que explotan la minería, al parecer
sin cumplir los protocolos de respeto a la naturaleza, y las autoridades
guatemaltecas, amenaza con crear conflictos más allá de nuestras
fronteras. Este domingo 9, el arzobispo de El Salvador, José Luis
Escobar, dijo a la prensa del vecino país que su gobierno debería
“acudir a organismos internacionales para contrarrestar la amenaza que
representa para las aguas salvadoreñas la mina de oro Cerro Blanco”, en
la provincia guatemalteca de Jutiapa, informa la agencia EFE. El cable
añade que el prelado salvadoreño calificó como “una aberración jurídica y
social” la contaminación que la mina produce en aguas de ríos que,
según denuncias, empiezan ya a causar estragos en el río Lempa y la
laguna de Güija, en el vecino país.
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