Entre los años
‘50 y finales de los ‘70, el petróleo proveniente del extranjero que se
consumía en Estados Unidos pasó del 10% al 45%, sostiene el profesor
Michael Klare en Blood and Oil.
ECOticias.
El petróleo como asunto de seguridad nacional en Estados Unidos
se remonta a finales de los años ‘40 del siglo pasado. La campaña
militar en apoyo de los aliados y la reconstrucción de una Europa
devastada por la guerra habían agotado algunas de las reservas en
Estados Unidos, que convirtió el petróleo en motor de la economía de la
posguerra y del American way of life.
Entre los años ‘50 y finales de los ‘70, el petróleo proveniente del
extranjero que se consumía en Estados Unidos pasó del 10% al 45%,
sostiene el profesor Michael Klare en Blood and Oil. How America’s
Thirst for Oil is Killing Us. Aumentó la producción nacional, pero
también el ritmo de consumo y el nivel de vida de los estadounidenses.
En 1998, más de la mitad del petróleo que sostenía el sueño americano
provenía del extranjero. Esta dependencia pasará del actual 60% a un 70%
en 2025, según el Departamento de Energía. La sed de petróleo aumenta
en otros países ricos que han hecho suyo el frenesí consumista de coches
y electrodomésticos que contaminan, de ropa y de un estilo de vida que
depende cada vez más de transportes basados en el petróleo.
La mayor parte de las reservas capaces de satisfacer el consumo de
Estados Unidos, de Europa y de los países industrializados proviene de
Arabia Saudí, Irak, Irán y los Emiratos Árabes. Klare señala las
ambiciones energéticas como principal motivo de los distintos gobiernos
desde Dwight Eisenhower para ayudar a la familia real de Arabia Saudí a
mantenerse en el poder a cualquier precio: venta de armamento y de
servicios de espionaje para aplastar a la oposición o el derrocamiento
de Saddam Hussein, considerado una amenaza para Arabia Saudí, principal
productora y abastecedora de petróleo de Estados Unidos y del mundo
occidental. Y de fondos para grupos terroristas. Los dirigentes
estadounidenses han demostrado que el control de las reservas de oro
negro está por encima de su “guerra contra el terror”.
Los países ricos buscan alternativas en África, América Latina, la
zona del Mar Caspio y de las antiguas repúblicas soviéticas ante la
creciente inestabilidad de Oriente Medio. Pero esas “alternativas”
presentan nuevos obstáculos, sin haber resuelto los ya conocidos. Muchas
de estas reservas resultan inaccesibles por el aumento del consumo
local de países como Colombia, México y Venezuela. La legislación en los
dos últimos impide además la extracción de materias primas por parte de
empresas extranjeras. En el caso de otros países con reservas
significativas, no muchos inversores se animan ante una falta de
infraestructuras y de seguridad jurídica, sumada a una corrupción
generalizada.
Desde hace unos años, la competencia por nuevas reservas ha
contribuido al crecimiento económico de Angola, pero también a los
sobornos, asesinatos y torturas de activistas en Nigeria. El supuesto
derecho que reclaman algunos países emergentes para alcanzar el nivel de
desarrollo de los países ricos aumenta la presión por estas “nuevas”
reservas.
A estas alturas, no se puede ignorar el papel que jugaron las
tecnologías basadas en los combustibles fósiles en la revolución de la
industria que contribuyó al aumento de nuestras expectativas y nuestra
calidad de vida. La máquina de vapor permitió transportar en grandes
cantidades el carbón, base de la industria textil. También de la
producción de acero y la industria pesada, las carreteras y los
transportes oceánicos de alimentos, la producción de grano y de carne,
la refrigeración de productos perecederos, grandes sistemas de bombeo de
agua. Pero la humanidad se acomodó ante semejante crecimiento y
bienestar al basar toda su actividad económica en una materia
contaminante, perecedera y que no podía estar distribuida de forma
equitativa entre los países.
La dependencia del petróleo provoca guerras, contaminación y
catástrofes “naturales”, represión de movimientos populares,
inestabilidad política y social. Los precios de los alimentos van de la
mano con el encarecimiento del petróleo, de los transportes y de los
fertilizantes que facilitan la producción. Las hambrunas de años
recientes se asocian a esta inestabilidad en los precios y a la
explosión demográfica. Todo este desastre ilumina un camino distinto al
que señalan nuestros dirigentes cortoplacistas y al que impulsó el
despegue el siglo pasado.
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