domingo, 10 de julio de 2011

El monopolio no deja ver el bosque

El sector forestal se encuentra sumido en una profunda crisis social, económica y medioambiental por el agotamiento de un modelo de desarrollo anticuado. Si a esto añadimos que el cambio climático amenaza con exacerbar en el futuro las graves amenazas que se ciernen sobre nuestros montes como los incendios y las sequías, es preciso evolucionar del status quo actual a un nuevo modelo acorde con nuestras necesidades sociales y la situación ecológica.

Según el INE el sector forestal en España pesa en la actualidad un 2,5% del PIB y emplea a más de 190,000 personas. Aunque las cifras certifican su relevancia económica, si las comparamos con las de Francia se puede apreciar que allí el número de personas empleadas en el sector es de 450,000: una cifra muy superior a la nuestra ya que ese país emplea a un 40% más de personal a pesar de tener tan solo un 26% más de población. Estos desequilibrios pueden achacarse principalmente a la importancia que ha adquirido la industria de celulosa y del papel debido a unas políticas de desarrollo públicas que la han subvencionado directa e indirectamente desde los años 1950. Mientras que, de nuevo en Francia, el sector papelero va perdiendo importancia y lo forestal se diversifica favoreciendo actividades intensivas en mano de obra de alto valor añadido, aquí seguimos confiando nuestro futuro a una industria que fomenta el monocultivo intensivo de pino y eucalipto, que periódicamente precisa de rescates o ayudas estatales y que tiene un serio problema de adaptación y competitividad por su alta dependencia del precio de la electricidad y del petróleo.
Para darnos cuenta del verdadero coste, tanto socioeconómico como ecológico, de la excesiva dependencia de nuestro sector forestal de esta industria que es intensiva en capital pero no en mano de obra solo hace falta que nos fijemos en cuáles son en estos momentos los mayores proveedores de empleo: las empresas públicas autonómicas de servicios forestales. Entre todas, ahogan la iniciativa comunitaria, absorben un 70% de la inversión pública en el sector y sufren de un exceso de politización en su selección de cuadros directivos mientras sus plantillas trabajan en condiciones precarias con bajos salarios y escasas probabilidades de profesionalización. Conviene asimismo considerar cuál es el fin último de las actividades de estas empresas. Una gran parte de su labor se orienta a la protección de unas repoblaciones forestales industriales de escaso valor ecológico, lo que en esencia constituye otra subvención indirecta. A esto también deberíamos añadir los exorbitantes costes que representan las políticas de prevención y extinción de incendios para el conjunto de las administraciones públicas. En el año 2004, último año para el que existen datos comparables, España gastó unos 468 millones de euros para apagar incendios en unas 134.000 hectáreas de terreno, mientras que EEUU gastó unos 611 millones € en 600.000 hectáreas. Existe, por lo tanto, una indudable desproporción entre el gasto y la eficacia.
Además del dudoso balance económico de esta estrategia de desarrollo, aún existe otro factor crucial a tener cuenta: su impacto ecológico. Este incluye por un lado el problema estructural generado en gran medida por la industria del papel: la repoblación de extensas superficies con especies pirofitas propensas a los grandes incendios forestales. Estas repoblaciones empobrecen el paisaje y los suelos, reducen la biodiversidad y resultan mas vulnerables a las plagas y a los hongos así como a los cambios en los regímenes de precipitaciones y perturbaciones que está provocando el cambio climático.
De cara al futuro y ante tal situación, conviene fomentar otro sector forestal socialmente justo y ecológicamente viable. Además de una seria reducción en la sociedad del consumo de papel y de energía, se debería apostar por un sector más diversificado y eficiente que emprenda repoblaciones con especies autóctonas —calculando las externalidades obviadas por el modelo anterior—, favorezca la adaptación y mitigación al cambio climático y tome en consideración las distintas funciones y beneficios medioambientales que ofrecen los bosques (abastecimiento, valores históricos y culturales, regulación del ecosistema). También es recomendable el fomento de la biomasa como método para la reducción de emisiones —siempre y cuando no se utilice como lavado de cara para incentivar la plantación de más monocultivos de pinos y eucalipto (véase el caso de Errigoiti en Vizcaya)— y se sistematicen las ecoetiquetas para la madera y el papel. Por supuesto, habría que impulsar el empleo verde intensivo en mano de obra de alto valor añadido como la gestión forestal sostenible, la recolección de frutos del bosque, la explotación ecológica de maderas nobles autóctonas para la industria de la serrería, el pastoreo extensivo, la reforestación, etc. Esto implicaría a su vez la reforma de ciertas leyes forestales para deshacer el casi monopolio de la industria del papel sobre el uso de terrenos comunales y vecinales favoreciendo otras actividades alternativas forestales, agrícolas y ganaderas. Nuestros montes pueden ser una gran fuente de riqueza económica y ecológica, solo hace falta que los gestionemos con un poco más de visión a largo plazo, solidaridad y sentido común.

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