La actualidad judicial ha rescatado el proyecto Valencia Olímpica, un puerto para la Albufera,
presentado en 2006 a la empresa pública Vaersa por parte del Instituto
Nóos y la Fundación Metrópoli, para convertir parte del parque natural
en una villa con 2.500 residencias y puerto olímpico. Este ambicioso
plan de Iñaki Urdangarin para Valencia, que era subsede olímpica de los
hipotéticos juegos de Madrid 2016, no sólo transformaba el sur de la
ciudad, que unía con un monorraíl y una suerte de tren bala, sino el
norte, por donde transcurría “el corredor de la innovación”. Valencia
era tierra de promisión en esos años de la abundancia para todo aquel
que tuviera un proyecto que ofrecer a una Administración mostraba una
gran receptividad a ellos por considerarlos el motor del progreso.
El plan de Urdangarin cayó en saco roto, pero no fue el único. Otros
proyectos, con compromiso de ejecución, incluso presupuestados y
pagados, también se han evaporado, aunque han dejado dibujada en nuestro
imaginario una Valencia tan fantasmal como ilusoria que metaforiza la
desproporción que rigió en las instituciones públicas durante aquellos
años. Quedan para la memoria visual las fotografías de políticos,
arquitectos, artistas y promotores celebrando una espectacular maqueta o
simulación o un irresistible anuncio de nuevas dichas icónicas.
Uno de los que más vueltas ha dado es el de la esfera armilar, un
instrumento astronómico de 92 metros de alto y 90 de ancho. El proyecto,
de Rafael Trénor y José Antonio Fernández Ordóñez, ya había recorrido
un trayecto gafado. Se había ideado para la Expo de Sevilla de 1992,
luego pasó a la cooperativa de viviendas de Madrid IGS, del sindicato
UGT, y de ahí sonó como alternativa a la torre de comunicaciones que
Santiago Calatrava había diseñado para la Ciudad de las Artes y las
Ciencias y que el PP paró a su llegada al Palau de la Generalitat en
1995. En 1999, la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, asumió el proyecto
(entonces valía 6.000 millones de pesetas) para el Parque de Cabecera.
Al final, no cuajó. Cuando ya estaba olvidado, el entonces presidente de
la Generalitat, Francisco Camps, lo rescató y fue saltando por diversas
posibles ubicaciones como la zona portuaria o el Parque Central. Nunca
más se supo.
Tampoco ha llegado a girar la noria gigante
que debía sustituir la esfera armilar en el Parque de Cabecera. “Será
una noria de entre 60 y 100 metros de diámetro y se situará en uno de
los puntos más altos de la ciudad”, anunció el vicealcalde de Valencia,
Alfonso Grau. Corría el año 2006 y la mano derecha de Barberá comparó el
proyecto con las Würstel-Prater de Viena o la London Eye de Londres.
Iba a costar 12 millones de euros, con implicación de la iniciativa
privada. Debía estar girando desde hace cuatro años sobre las cabezas de
los animales del agradable Bioparc.
En el otro lado de la ciudad, junto a la Marina Real, también hizo
aguas otro ambicioso plan, de diseño futurista, que bebía del entusiasmo
generado por la designación de Valencia como sede de la Copa del
América, las Piscinas del Balcón al Mar. Se presupuestaron en 27
millones de euros y se llegó pagar 1,1 millones por la redacción del
proyecto al arquitecto José María Tomás por encargo del Consistorio.
Hace tres años que pasaron a mejor vida. Hoy, las parcelas son ocupadas
por los coches y por los carts de un circuito. A unos pocos
metros, se encuentran las instalaciones de la prestigiosa competición
náutica. Estas sí que se llegaron a realizar, con una fuerte inversión
pública, pero tampoco han tenido mucha suerte. Duermen un letargo de
salitre de cuatro años a la espera de que se les dote de contenido. El
blanco edificio vacío de Veles e Vents, diseñado por Chipperfield y
Vázquez, es el epítome de la situación.
Al calor de los proyectos emblemáticos y de los llamados eventos como
la Ciudad de las Artes y las Ciencias, la Fórmula 1 o la Copa del
América, que convirtieron Valencia en un referente en el mundo, como
gustaba repetir a los representantes políticos, se presentaron múltiples
proyectos buscando un lugar en el sol institucional. Algunos eran muy
llamativos, como el teleférico de 13 kilómetros que debía recorrer toda
la ciudad tomando el cauce del río como eje, y que debía costar 100
millones de euros. Este no entró en la agenda municipal o autonómica,
como lo hizo, por ejemplo, La Ruta Azul.
Este plan de urbanizar el litoral norte de Valencia, desplazar la
autovía A-7 al interior y trasladar el aeropuerto de Manises a Sagunto
fue asumido por el expresidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana.
Pretendía liberar las playas urbanas para atraer el flujo de turistas y
residentes. Fue diseñado por el urbanista Alfonso Vegara, que también
participó en el proyecto de Urdangarin en L’Albufera a través de la
fundación Metrópoli. La Ruta Azul, fue decayendo de los compromisos que asumió el sucesor de Zaplana. Francisco Camps tenía sus propias ideas.
La puesta en marcha de este plan litoral, además, hubiera hecho
inviable el acceso norte al puerto, un caballo de batalla de la propia
autoridad portuaria al que se subió la Generalitat, aunque sin aportar
financiación, y ahora sólo pervive en algunas descoloridas vallas
publicitarias. Más diligencia se mostró a la hora de expropiar a 300
vecinos de La Punta y destruir 70 hectáreas de huerta para contentar a
la Autoridad Portuaria de Valencia y otra de sus peticiones, la Zona de
Actividades Logísticas.
Eran otros tiempos, la palabra crisis no forma parte del campo
semántico cotidiano. 12 años después, la ZAL es un páramo y las empresas
que se iban a instalar brillan por su ausencia.
Tampoco las parcelas donde se iba a construir Sociópolis
presentan un aspecto mucho mejor. De las 2.800 viviendas previstas,
solo se han acabado en la pedanía de La Torre algo más de 430 pisos y 30
de los 300 huertos urbanos previstos. Las grandes firmas de arquitectos
se las llevó el viento de un proyecto que fue presentado en una edición
de la Bienal de Valencia que, a pesar de tener más visitantes que la
centenaria de Venecia, según su director Luigi Settembrini, fue
fulminada por el propio PP.
La plana mayor de los populares valencianos, con Camps y Barberá a la
cabeza, presentó en 2004 con la rimbombancia característica de este
tipo de eventos la construcción de tres rascacielos verticales
(y un cuarto bloque poligonal) que debían tocar el cielo de la Ciudad
de las Artes y las Ciencias. Ni se han erigido ni, lo más probable, se
levantarán, a tenor de las acuciantes dificultades económicas y de su
elevado coste, aunque el proyecto y la maqueta sí que fueron abonados al
arquitecto estrella Santiago Calatrava, 15 millones de euros. Hoy, las
instituciones despachan el asunto recordando que el proyecto forma parte
del patrimonio de la Generalitat.
Más alta aún hubiera sido la Torre de la Música,
una mole diseñada por Antonio García Abril, de 100 metros de altura y
100 millones de coste que iba a sufragar la Fundación Autor de la SGAE
también fue anunciada a bombo y platillo, incluso con música de jazz. El
Ayuntamiento aprobó su construcción y cesión del terreno dos años
después. Hoy, la sede europea de la Berklee College of Music de Boston
ocupa los bajos del Palau de les Arts y la Torre de la Música no es más
que otra maqueta.
Como lo es también la piel metálica traslúcida de 30 metros que iba a cubrir el IVAM en su ampliación.
Se encargó en 2002 a los arquitectos Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa,
que forman el grupo Sanaa, aunque la Consejería de Cultura ya contaba
con un proyecto propio. Se pagaron 3,5 millones por el diseño de estos
prestigiosos profesionales que ganaron hace tres años el premio Pritzker
(el llamado Nobel de arquitectura). Iba a costar 45 millones de euros y
se montó una instalación para exhibirlo en la explanada del museo. Hoy
no queda ni la casita de Sanaa ni las viviendas adosadas al
IVAM que fueron desalojadas y demolidas para su ampliación; sólo queda
un enorme solar como metáfora de aquella Valencia que tenía horror al
vacío.
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