El grupo mas grande de europa, domina la bahía de una sureña
ciudad italiana, Tarento. Arrimada al mar Jónico, produce 28.000
toneladas de acero cada año mientras vierte en el cielo y en la tierra
toneladas de sustancias tóxicas. Es el precio de sus miles de empleos y
lo que la ha puesto en el centro de un áspero enfrentamiento entre
magistrados, políticos y trabajadores, que podría llevar la fábrica al
cierre. Una parte de la planta está clausurada, ocho directivos están
acusados de intoxicar la zona, pero los empleados defienden la
instalación y temen perder sus puestos de trabajo. Ilva resume algunos
de los peores aspectos de Italia: un entramado de corrupción, silencios y
favores que han permitido a las chimeneas escupir veneno.
Ilva, propiedad de la familia Riva desde 1995 (antes era propiedad
del Estado), emplea a 12.000 trabajadores de manera directa, genera
empleos indirectos para otras 8.000 personas y produce el 90% del acero
de origen italiano. Pero de sus máquinas también sale veneno: sustancias
cancerígenas como la dioxina y el benzopireno. En Tamburi, un barrio
pegado a la planta y que acoge a unas 17.000 personas, los niños tienen
prohibido jugar en las zonas verdes y respiran un aire tan contaminado
que es “como si fumaran 1.000 cigarrillos cada año”, según advierte un
estudio químico citado por Alessandro Marescotti, presidente de
Peacelink, que destapó el escándalo hace tiempo.
A lo largo de los años se han acumulado las denuncias de ciudadanos,
periodistas y organizaciones no gubernamentales. Las emisiones
contaminantes de la siderúrgica están vinculadas con unos 11.000 muertos
en los últimos siete años, según un estudio realizado por orden de la
fiscalía de Tarento. Son muertes relacionadas, sobre todo, con
enfermedades cardiovasculares y respiratorias. Pero las chimeneas han
seguido trabajando, casi sin estorbos. Hasta ahora.
Entre empresarios que obviaron los más mínimos criterios de seguridad
y una política silenciosa que se lo consintió, surgió un juez de
investigación preliminar que, finalmente, ordenó el pasado 26 de julio
el cierre parcial de la factoría y la detención de ocho de sus
directivos. Les acusa de una larga retahíla de delitos: desde el vertido
tóxico y el envenenamiento de sustancias alimentarias a la omisión de
precauciones de accidentes laborales. El 7 de agosto otro tribunal
confirmó el fallo y decretó el arresto domiciliario para cinco de los
acusados y avaló la cárcel solo para el dueño, Emilio Riva, su hijo
Nicola y el exdirector Luigi Capogrosso.
El “desastre” causado por Ilva, según la sentencia, “fue determinado
por una constante y repetida actividad contaminante realizada con
conciencia y voluntad, por deliberada elección de los propietarios y los
directivos”. Los dueños deben ahora limpiar el área y actualizar las
tecnologías si quieren seguir trabajando. Administradores nombrados por
el tribunal deberán establecer los tiempos y las modalidades de la
descontaminación y puesta en seguridad. Pero el centro de la cuestión
reside en si durante el saneamiento hay que apagar los altos hornos. “Es
solo uno de los caminos técnicos posibles”, dijo el tribunal, “pero
para mantener la actividad productiva hay que eliminar la fuente de las
emisiones contaminantes”, determinó. “Con filtros y la tecnología
adecuada, la industria podría llegar a recortar a la mitad sus emisiones
nocivas”, coincide Marescotti, de Peacelink.
“La empresa sobornaba a expertos para que edulcoraran los análisis o
avisaran con antelación de los controles”, señaló el diario Il Corriere
della Sera. “Escuchas y documentos demuestran cómo algunos directivos,
sobre todo el jefe de comunicación, Girolamo Archinà, pasaron dinero a
públicos oficiales”, aseguró. En este sentido, ha brotado una nueva rama
de investigación, que salpica a 13 entre políticos y funcionarios por
corrupción en actos judiciales y se mueve en paralelo a la primera, con
ocho imputados.
La hipótesis de cierre de Ilva ha causado las protestas de miles de
trabajadores, que temen por la pérdida de sus empleos. En las pancartas
que llevaban en las diversas manifestaciones que se han sucedido, se
podía leer: “El paro también mata”. “Lo único que queremos es trabajar.
Por favor, queremos llevar dinero a casa, tenemos deudas e hipotecas”,
resumía un obrero de la planta antes los micrófonos de la televisión.
Pocos pasos más allá, se reúnen los vecinos y los ambientalistas. Son
pocos metros, pero parecen miles de kilómetros. Un niño en un hospital
resume su drama: es Lorenzo Zaratta, de tres años, y con un cáncer
cerebral diagnosticado a los pocos días de vida. Su padre, Mauro,
sujetaba su foto el viernes pasado para lanzar un mensaje a los
ministros de Medio Ambiente, Corrado Clini, y de Industria, Corrado
Passera, que visitaron la ciudad. “Todos estamos aquí por el futuro de
nuestros hijos”, declaró Zaratta. Los hombres del equipo del primer
ministro Mario Monti llegaron para tratar de ejercer de rey Salomón:
evitar el cierre, pero obligar a los propietarios a sanear la planta, lo
que costaría, según los expertos, cerca de un billón de euros.
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