“El cero no existe”. Joaquín Quiñones es un hombre robusto dentro de
un traje hecho a cincel. “En radiación, como en casi todo apartado de la
ciencia, no existe”, explica. Se refiere a que la radiación siempre
está ahí: ínfimas cantidades de material radiactivo residen en rocas o
plantas; la radiación del cosmos bombardea la Tierra; los aviones
radian… Y también lo hacen instalaciones nucleares como en la que
trabaja él. “Hay que bajar nuestro nivel al natural en Madrid. Ahora es
ligeramente superior al que habría si no se hubiera trabajado con
materiales radiactivos durante 30 años, pero nunca será cero”.
Quiñones es el científico responsable del plan de limpieza del Ciemat
(Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y
Tecnológicas) por el que el centro aspira a dejar de estar catalogado
como instalación nuclear. La etiqueta conlleva un complejo protocolo de
obligaciones y medidas de seguridad: parque de bomberos propio, centro
médico, controles, simulacros de evacuaciones… Prácticas no solo
pesadas, sino también muy caras. Hasta ahora, el Consejo de Seguridad
Nuclear español (CSN) nunca ha retirado la categoría a ninguna
instalación que haya trabajado con material atómico, pero en el Ciemat
la última estructura nuclear se desmontó en los noventa. Desde entonces
sus trabajos se centran en el I+D+i.
El proceso de limpieza, aprobado en 2004 y que ha costado hasta ahora
48 millones de euros, afecta a dos instalaciones radioactivas y cuatro
nucleares (estas últimas contuvieron material fisionable cuando estaban
operativas). Está en su fase final, y se espera que se complete a
últimos de año. Acaba de cerrarse el capítulo más delicado: la
descontaminación del terreno en que se derramaron productos tóxicos el 7
de noviembre de 1970 en el peor accidente nuclear de Madrid.
Aquella mañana se estaban trasvasando por una tubería 700 litros de
desechos de alta radiactividad, una válvula quedó mal cerrada y en torno
a unos 50 litros escaparon al terreno, luego al alcantarillado y desde
allí a los ríos Manzanares, Jarama y Tajo. Las autoridades franquistas
lo ocultaron pese a que se detectaron partículas atómicas hasta en
Lisboa. Aquellos días los agricultores de la región recibieron la visita
de hombres con batas blancas que compraron toda la cosecha de
hortalizas regadas con agua contaminada, pero la reacción fue tardía y
los madrileños almorzaron toneladas de repollos atómicos.
Leyendas urbanas
Dentro de una carpa con la que se pretende evitar que escape una sola
partícula de polvo, tres obreros terminan ahora de cementar los 10
metros cuadrados en los que se produjo la fuga. Antes, los técnicos del
Ciemat junto con los de la Empresa Nacional de Residuos radioactivos
(Enresa) excavaron hasta nueve metros para extraer todo el perímetro de
tierra contaminada.
A unos metros de la carpa se desarrolla otro de los principales
apartados de la limpieza. Se trata de los trabajos en el llamado
Montecillo, una elevación del terreno hasta hace poco cubierta de pinos y
ardillas. El problema es que los árboles habían enraizado sobre
estériles de uranio escombrados después de ser utilizados en las
instalaciones. Ahora, técnicos vestidos con trajes blancos y máscaras
antinucleares retiran con una excavadora el metro y medio de suelo que
puede estar contaminado. La tierra y los árboles se guardan en bolsas de
plástico y se analizarán para diferenciar cuáles contienen restos de
cesio-137 y estroncio-90 y deben ir al almacén de residuos de media y
baja actividad de El Cabril (Córdoba), y cuáles están limpios y pueden
tirarse como cualquier desecho. “Hasta ahora, los residuos han probado
ser de muy baja intensidad”, cuenta Quiñones supervisando a los
operarios, “muchos suelos en España tienen naturalmente más carga
radiactiva”.
Cayetano López, el director general del Ciemat, considera una leyenda
urbana que las zanahorias contaminadas por el escape del 70 estén
enterradas en ese monte. “Ahora lo averiguaremos”, explica en su
despacho junto a un Quiñones cuadrado con marcialidad de edecán. “Yo
creo que esas verduras se trajeron aquí en su día pero luego se
enterraron en una mina de uranio”, cuenta.
Es difícil determinar muchas de las cosas que sucedieron en el centro
antes de la llegada de la democracia. En aquella época formaba parte de
la extinta Junta de Energía Nuclear y se dedicaba al estudio atómico.
La versión oficial asegura que con fines pacíficos, pero abundan las
sospechas de que Franco fantaseaba con encontrar la fórmula de la bomba.
Quiñones asegura que la limpieza total es un trabajo hercúleo, pero
tiende a desdramatizar el alcance de la contaminación: “La gestión que
se hizo de los residuos en los 70 se atenía a la legalidad de la época;
lo que pasa es que la actual es mucho más exigente”. ¿Pero hay algún
riesgo? “No”, asegura, “si no, los 1.400 que trabajamos aquí no
estaríamos tan tranquilos”. Cuando se empezó a diseñar el plan de
limpieza en los 90, los técnicos calcularon que, junto a unas 600
toneladas de material de media y baja radiactividad que se llevarían a
El Cabril, se extraerían 15 de alta intensidad que se quedarían en el
Ciemat por estar prohibido que viajen. Finalmente, no se han localizado
estos últimos y no quedará un bidón en el centro. El asunto es delicado.
El Ciemat está en plena Ciudad Universitaria y solo una valla metálica
lo separa de la Dehesa de la Villa, donde se ubican barrios densamente
poblados. Los vecinos antes protestaban por el peligro de vivir cerca de
una instalación contaminada. Cuando empezó el proceso de limpieza
pasaron a quejarse porque pudiera levantar radiactividad enterrada.
Para evitar suspicacias, la transparencia es una obsesión del centro.
Pantallas en cinco puntos de las instalaciones miden la radiación
ambiental. La carga media el día de esta visita era de 0,16
microsieverts por hora, la mitad que la detectada en algunos puntos de
Canarias.
Pero en el Ciemat saben que el centro ha estado muchos años rodeado
de suspicacias. Vecinos agrupados en una coordinadora denuncian la alta
incidencia de casos de cáncer en la zona; alguna vez se han localizado
hojas de árboles con restos de cesio y estroncio; en 1994 el sindicato
CGT se querelló por sobredosis radiactiva a dos trabajadores; en 2003 un
vertido de aguas provenientes del desmantelado reactor nuclear suscitó
la polémica; y en 2006 se encontraron trazos de plutonio, americio y
radio (ínfimos: menos de un bequerelio por gramo) enterrados en el
cercano campo de fútbol universitario. Pese a todo, las investigaciones
que ha realizado el CSN siempre se han cerrado con conclusiones
rotundamente positivas sobre la seguridad del centro. “Que nos retiren
la categoría de instalación requerirá aún infinidad de estudios y
comprobaciones”, cuenta Quiñones. No quiere fijar plazos, pero fantasea
con que dentro de tres años ya no hagan falta bomberos ni controles. Ese
día estará acreditada que la radiación del Ciemat es únicamente la de
las estrellas, el suelo y los pinos de la Dehesa.
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