http://elpais.com/elpais/2013/08/29/eps/1377793736_333061.html
Hubo un día en el que este montón de edificios medio derruidos y
devorados por la herrumbre y el salitre acogió a miles de personas;
hombres rudos del norte de Europa unidos en una peculiar república
dedicados a la caza y procesamiento de cetáceos, elefantes marinos y en
realidad cualquier animal del que se pudiese obtener algún beneficio.
Llegaron hasta este archipiélago perdido en el Atlántico Sur y cercano a la Antártida conocido como Georgias del Sur,
en busca de fortuna y suerte. Algunos solo encontraron una silenciosa
sepultura a la puerta del fin del mundo. Deambulo entre almacenes y
barracones abandonados, acompañado por el silencio y esa triste
desolación que envuelve estos lúgubres esqueletos de un pasado
esplendoroso. Hoy algunos de estos edificios están siendo desmontados
como trastos inútiles para recuperar sus elementos más contaminantes o
valiosos.
Camino por este poblado fantasma, rodeado de ausencia, tratando de
imaginar cómo debía ser en sus mejores tiempos: un bullicioso paisaje de
chimeneas humeantes y barcos balleneros o de transporte por el que
pululaban marineros curtidos en los peores mares imaginables. Era la
gente más dura que vio estas islas, “perros viejos, de rostro arrugado y
marcado por las tormentas de medio siglo”, como describieron a los
trabajadores de estas factorías que durante más de un siglo, en los
tiempos en los que la grasa de ballena iluminaba el mundo, se dedicaron a
despiezar los colosos del mar, entre los que se encontró el animal más
grande jamás cazado en la historia: una ballena azul de más de 33 metros
de largo. En los ratos de ocio disfrutaban de cine, con las últimas
novedades de películas que llegaban de Argentina y de Europa, piano y
campeonato de fútbol propio.
De todo eso hace cincuenta años. Desde entonces, Georgias fue
abandonada y hoy solo viven un puñado de científicos y algunos
funcionarios al servicio de su majestad británica. A nosotros quien nos da la bienvenida es la cartera de las Georgias –y conservadora del museo local–,
que nos ofrece amablemente enviar una carta a casa con uno de los muy
apreciados sellos de las Georgias. La verdad es que necesitaríamos más
de una postal para contar la singladura de cinco días en velero que nos
ha traído hasta aquí desde las islas Malvinas. Han sido unos 1.300
kilómetros hacia el Este, que han sido de todo menos placenteros por
gentileza de un mar brutal y peligroso debido, sobre todo, a los
icebergs a la deriva que escapan de la cercana Antártida. Por fortuna
para los que hemos acumulado muchas razones para no simpatizar con el
océano, ya pisamos tierra firme y lo primero que hacemos es rodear
caminando la bahía de Grytviken y acercarnos al cementerio local para
visitar una tumba. Hemos llegado hasta aquí siguiendo las huellas de un
ilustre explorador británico, Ernest Henry Shackleton. Rodeada de
montañas que parecen protegerla, destaca una tumba rematada por una roca
de granito escocés sobre la que figura una frase del escritor romántico
Robert Browning: “Yo sostengo que un hombre debe luchar hasta el final
por el precio en el que ha fijado su vida”.
Me pregunto, me lo he preguntado muchas veces antes, cuál es el
precio en el que cada uno fija su vida. Cuál es el que estamos
dispuestos a pagar, el que yo mismo estoy dispuesto a pagar y cuál es el
que ya he pagado. Los amigos que he perdido, los afectos que se
quedaron en el camino, las ausencias y, a cambio, las alegrías que he
compartido en los lugares más remotos y grandiosos del planeta. Como
este en el que me encuentro ahora. No hay muchas personas, como la que
está aquí enterrada, que hayan hecho honor a este hermoso epitafio,
escribiendo algunas de las páginas más asombrosas de la exploración. Son
páginas llenas de honestidad, de heroísmo, de solidaridad, de lucha por
la supervivencia en el territorio más inhóspito y salvaje de la Tierra.
Shackleton fue enterrado aquí en 1922,
tras morir a causa de un infarto el mismo día en que regresó a esta
bahía. Estaba durmiendo en el barco que le llevaba de vuelta a la
Antártida, el continente al que había entregado su vida y en el que tan
solo seis años antes había protagonizado una de las aventuras de
supervivencia más asombrosas, que tuvo precisamente en las Georgias un
no menos increíble final. Y precisamente he llegado hasta aquí con un
grupo de amigos para rememorar esta gran aventura. Durante muchos años
he estudiado la vida y el ejemplo de estos pioneros de la exploración
polar, de su etapa más heroica, cuando los espacios en blanco de los
mapas eran el mejor lugar para perderse. Por ellos hemos cruzado medio
mundo y navegado por mares tormentosos, hasta llegar aquí, donde surgen
del fondo del mar las Montañas del Océano, como también es conocido este
archipiélago austral.
En cuanto la meteorología nos da un respiro, dividimos nuestro
escuálido equipo y partimos hacia nuestros primeros objetivos en
Georgias. Se trata de la bahía de San Andrés, con una de las
congregaciones de pingüinos rey más importante del mundo y el monte
Paget, de 2.934 metros, que ostenta el pomposo título de “montaña más
alta de Gran Bretaña”. Mientras un grupo nos trasladamos a filmar la
pingüinera, cuatro compañeros tratarán de realizar una escalada muy
rápida. El Paget es una montaña que refulge como un pedazo de mármol y
es la cumbre más alta de San Pedro, la mayor de las islas que componen
el archipiélago de las Georgias. Fue bautizada así por sus descubridores
en 1753, los tripulantes del buque español León, que sin embargo no
llegaron a desembarcar. Sabemos que la escalada del monte Paget es muy
seria y exige un grado de compromiso muy elevado. Solo cuenta con cuatro
ascensiones, y el clima detestable de Georgias, aún peor que el de la
Patagonia o Tierra de Fuego, es su mejor defensa. Desembarcamos a
nuestros compañeros en la bahía Cumberland Este y les ayudamos a colocar
el campo base al borde del mar. Es un paisaje abrumador. Presenta la
pureza del mar y la belleza grandiosa de las montañas de hielo. La
soledad en la que se encuentra la isla, la imposibilidad de realizar una
evacuación, los peligros objetivos, en forma de aludes y mal tiempo, le
dan un carácter excepcional a esta escalada que afrontan Ferran
Latorre, Iñaki San Vicente, Juan Vallejo y José Carlos Tamayo. Son
cuatro de los mejores alpinistas españoles que conozco. Utilizando
esquís y trineos atraviesan el glaciar Nordenskjöld para montar su único
campo de altura a 1.150 metros de altitud, al pie de la pared. Cuando
llegan hace un viento muy fuerte, que incluso a veces les tira al suelo,
pero inusualmente cálido. Esa noche llueve torrencialmente. Cuando cesa
el aguacero, se ponen en marcha hacia la cumbre. Saben que el tiempo
del que disponen es muy corto, por lo que no utilizan la cuerda. Es un
terreno delicado, de esos que no permiten un descuido o un resbalón.
Poco a poco, el tiempo se va deteriorando y antes de llegar a la cumbre
les alcanza de lleno una nueva tormenta. Acaban de lograr la quinta
ascensión de esta montaña. La última vez que se alcanzó esta cumbre fue
hace diez años.
Enseguida comienzan un descenso que intuyen terrorífico. A ciegas,
debido a la ventisca, y encordados, por los golpes de viento, tratan de
encontrar las referencias de la subida. Descienden poco a poco, con la
amenaza del abismo siempre aguardando el mínimo tropiezo. Llegan de
regreso al campo 1 a las nueve y media de la tarde. Han tardado más en
bajar que en subir y sin duda todos son conscientes de que ha sido mucho
más peligroso el descenso. Sin apenas tiempo se refugian en las tiendas
mientras fuera arrecia la tormenta. Las ráfagas de viento son
fortísimas y en la bahía donde estamos anclados tenemos rachas de 90
kilómetros por hora. Así aguantan hasta el mediodía, cuando constatan
que, debido a la nieve acumulada sobre las tiendas que amenaza con
aplastarles, tienen que ponerse a excavar una cueva de hielo donde
refugiarse.
A la mañana siguiente nieva un poco, pero no sopla el viento, por lo
que deciden bajar. Es su última oportunidad. Sacan las palas y tratan de
recuperar parte del equipo que se ha quedado en las tiendas, que yacen
aplastadas bajo dos metros de nieve. Su única opción es una retirada a
la desesperada. Se ponen en marcha con lo que han podido rescatar: seis
esquís, tres bastones, dos trineos y una cuerda para los cuatro. El
resto se ha perdido enterrado bajo la tremenda nevada. Al principio
tienen que ir navegando con el GPS, atados con la cuerda, sorteando
grietas y dejándose guiar por la intuición, improvisando un camino que
esperan no les lleve a la nada. Sepultadas bajo un manto blanco han
quedado todas las referencias que han tomado a la subida. Pero, por fin,
exhaustos, alcanzan el campo base a las cuatro de la tarde.
Cuando la incertidumbre ya comenzaba a inquietarnos, por fin sonó el
teléfono de nuestro barco. “Hemos subido al monte, pero hemos vivido una
aventura impresionante en la bajada. Aún tenemos metido el miedo en el
cuerpo”. Una afirmación así en boca de alguien con la experiencia de mis
amigos de tantas expediciones, habitualmente tan parcos a la hora de
emplear adjetivos calificativos, nos hizo comprender lo que acababan de
vivir. Sin embargo, cuando estuvimos de nuevo juntos, brindando por una
de las cumbres más difíciles que hemos hecho, como siempre, la primera
pregunta que surgió fue: ¿cuándo volveremos a esta isla del fin del
mundo para intentar alguna cumbre más?
Es una pregunta fácil de contestar. Estos lugares de infinita belleza
no se agotan en una expedición. En ellos encontramos la vida y en unas
semanas volveremos a seguir las huellas de Shackleton, uno de esos
hombres que hoy es estudiado como el prototipo del líder capaz,
eficiente, emocional, que hizo que sus hombres le siguieran al fin del
mundo. Ernest Shackleton fue contemporáneo de los grandes exploradores polares como Amundsen
o Scott, con quien llevó a cabo un intento fallido de llegar al Polo
Sur geográfico a principios del siglo XX. Mientras que tras la mirada de
Amundsen se adivina la ambición casi desmedida, el orgullo y la altivez
del vencedor y en la de Scott hay una mezcla de tozudez y honor militar
desfasado, en la de Shackleton solo se vislumbra serenidad y humanidad a
partes iguales. Fue el líder que siempre veló por su gente, que supo
transformar una historia de patético heroísmo –como la de Scott, que
condujo a sus hombres a una muerte segura– en una historia ejemplar, de
vida. Esa fue su grandeza. Para atravesar la Antártida de costa a costa,
pasando por el Polo Sur, al parecer, aunque no es seguro, había puesto
un anuncio en la prensa que decía: “Se buscan hombres para viaje
arriesgado. Paga pequeña, frío intenso, largos meses en completa
oscuridad, peligro constante. Regreso no asegurado. Honor y
reconocimiento en caso de éxito”.
Los hombres que reclutó le pagaron con lo mejor que puede ofrecer una
persona: la lealtad. Le siguieron literalmente al fin del mundo. Fue
“El Jefe”, con mayúsculas, casi un título nobiliario cuando salía de la
boca de aquel puñado de hombres excepcionales. Durante dos años,
mientras Europa se desangraba en la Primera Guerra Mundial, y tras ver
cómo su barco, el Endurance (Resistencia), era literalmente
triturado por los hielos, Shackleton y sus 27 compañeros vivieron sobre
témpanos a la deriva. Luego se lanzaron al mar en tres frágiles chalupas
tratando de escapar de la prisión blanca en la que se había convertido
para ellos el continente helado que ni siquiera habían llegado a pisar.
Lograron llegar a la isla Elefante, al norte de la península Antártica,
donde se refugiaron. Pisaban tierra firme después de dieciséis meses
atrapados por los hielos, pero seguían igual de perdidos. Sabían que
nadie en su país, enfrascado en la Primera Guerra Mundial, estaría
preocupado por ellos y que nadie iría a rescatarles, así que Shackleton
eligió a cinco hombres para acompañarle en una intentona, con todo el
aspecto de suicida, de alcanzar Georgias del Sur. Era el único lugar
donde podían pedir auxilio. Y para ello solo contaban con una de sus
pequeñas chalupas, bautizada como James Caird, la pericia como navegante de Worsley,
su capitán, y el coraje de todos para sobrevivir en uno de los peores
mares del planeta. La distancia a salvar era tan enorme, unos 1.500
kilómetros, que una equivocación de un solo grado en el rumbo y se
hubiesen perdido en las heladas aguas del Atlántico Sur.
Fue casi un milagro irrepetible. Para las generaciones posteriores
quedaría como uno de los viajes más heroicos e imposibles llevados a
cabo. Llegaron al límite de la supervivencia. Sin embargo, debido a los
vientos dominantes, habían tenido que ir a desembarcar a la vertiente
opuesta de donde se encontraban las factorías balleneras. Entre ellos y
la salvación, la de ellos y el resto de sus compañeros que esperaban en
la isla Elefante, se levantaba un muro de montañas, glaciares y
escarpaduras. Una geografía desconocida por los tres hombres (en la
playa dejaron a dos que estaban tan enfermos que no podían ni ponerse en
pie y otro compañero a su cuidado) que se lanzaron a cruzarla a
sabiendas de que era su única oportunidad. De aquella travesía histórica
habían pasado casi cien años, pero seguía viva en nuestro recuerdo.
Seguir las huellas de Shackleton, Worsley y Crean era el principal reto
que nos había traído a las Georgias.
Un elefante marino y un pingüino rey son los únicos testigos del
inicio de nuestra travesía de la isla de San Pedro. Somos cinco
arrastrando cada uno un trineo con todo lo necesario para esta travesía.
Partimos de la bahía Posesión, llamada así porque fue precisamente aquí
donde, en 1775, desembarcó James Cook dando el nombre de Georgias al archipiélago,
en honor del rey Jorge III. Poco a poco vamos dejando atrás la costa,
hoy convertida en un auténtico santuario de vida natural, un paraíso de
aves, pingüinos, petreles, albatros, y el lugar donde se calcula que el
50% de la población mundial de elefantes marinos tiene su territorio de
reproducción. También se pueden avistar renos, que introdujeron los
marineros noruegos, lobos marinos, focas de todo tipo y ballenas.
Nuestra marcha, siguiendo las huellas de Shackleton y sus dos
compañeros, se va a desarrollar sobre glaciares, anfiteatros helados,
collados y bahías repletas de vida animal. Una aventura que merece
situarse entre las más bellas travesías del mundo. Por el ambiente
desolado y salvaje que se respira en esta isla perdida en medio del
Atlántico Sur; por el compromiso que exige el acometerla, ya que un
rescate desde el exterior es imposible; por la experiencia en marcha
sobre glaciares y en navegación que se precisa, y porque, en definitiva,
en pocos lugares como en este un montañero se siente transportado al
centro de la historia polar, a una de las aventuras más heroicas y
ejemplares que se han desarrollado en las regiones polares. Cada vez que
la ventisca nos golpeaba y la niebla nos hacía sentirnos perdidos; cada
vez que afrontábamos una dura pendiente de nieve o nos lanzábamos
ladera abajo tratando de dominar los trineos, dudando sobre quién
arrastraba a quién, pensábamos en aquellos hombres disminuidos por casi
dos años de penalidades sin cuento, sin apenas medios, enfrentándose a
estos mismos obstáculos. Era tal su estado de debilidad que sufrieron
alucinaciones, todos ellos “sintieron” la presencia de una cuarta
persona que les estaba acompañando. Shackleton lo explicaría
gráficamente: “Durante esa larga y extenuante marcha de treinta y seis
horas por las montañas sin nombre y los glaciares de San Pedro, a menudo
me pareció que éramos no tres, sino cuatro”. Sus dos compañeros
confesaron haber tenido la misma impresión.
El siseo de los esquís es el único sonido que nos rodea mientras
cruzamos el campo de hielo Murray. Atravesamos lenguas glaciares que
caen al mar, derramándose en bahías intensamente azules, pobladas de
témpanos de hielo inmaculadamente blancos, mientras la niebla se apodera
del plató glaciar, y mis compañeros parecen fantasmas desapareciendo
entre la niebla cuyos jirones se llevan los vientos del oeste. Son
paisajes que, como las nubes, se desvanecen en segundos y parecen más
sueños efímeros forjados por la imaginación que realidad atestiguada por
los ojos. La misma sensación obtuve al descender a la bahía Fortuna
mientras el viento huracanado nos zarandeaba y los aludes barrían
nuestros pasos adueñándose de un territorio donde siempre somos
pasajeros de paso. A cambio, ver anochecer o amanecer en esta bahía, que
hace honor a su nombre, es una recompensa que hace llevaderos los
sacrificios de la marcha, mientras oímos graznar a los jóvenes pingüinos
rey llamando a los padres para que les procuren alimento. Sabemos que
es nuestro último vivac en la isla y no queremos apresurarnos. Nada más
comenzar nuestra marcha, unos ríos helados que descienden del glaciar König
cortan nuestro paso. Los cruzamos descalzos, cargados como animales de
tiro con nuestros trineos a la espalda. Luego ascendemos al collado
desde donde Shackleton y sus dos compañeros pudieron oír las sirenas de
las factorías llamando al trabajo. Después de tres largos días llegamos
por fin a la bahía Stromness, una estación ballenera hoy en ruinas, solo
habitada por algún elefante marino, pero que el 20 de mayo de 1916,
cuando la avistaron Shackleton y sus dos compañeros, convertidos en
fantasmas de carne y hueso, era un lugar lleno de actividad. Poco
después, Shackleton movilizaría varios barcos y a la cuarta intentona
arribaría a la isla Elefante rescatando al resto de su expedición. Este
ejemplo único de solidaridad, coraje y tenacidad hizo que alguien que
conoció a los tres grandes exploradores polares llegara a escribir:
“Para una expedición científica, elegid a Scott; para un raid polar, a
Amundsen. Pero cuando estés desesperado y perdido, reza porque te envíen
a Shackleton”.
Yo pienso lo mismo. Nos abrazamos todos a la llegada al puerto de
Stromness, donde nos esperan nuestros compañeros. Desde luego, con
amigos así se puede ir al fin del mundo. Que, por cierto, no debe de
estar muy lejos de aquí.
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