Dave Hackenberg lleva ganándose la vida como apicultor desde 1962,
cuando decidió dedicarse a la cría de las abejas de la miel. Su negocio
consiste en transportar sus colmenas a lo largo y ancho de Estados
Unidos a bordo de grandes camiones. Con su gorra calada, su nariz
afilada y el rostro marcado por una vida dedicada al campo, Hackenberg
recorre todos los años miles de kilómetros de costa a costa con sus
panales para polinizar las plantaciones de manzanos de Pensilvania
–donde tiene su casa de verano– o los extensos cultivos de almendras de
California, a principios de la primavera. En otoño de 2006, Hackenberg
se desplazó a Florida, donde tiene su casa de invierno, para que sus
abejas se ocuparan de fertilizar los amplios cultivos de calabazas. Sus
colonias eran un hervidero cuando las dejó, pero al regresar allí un mes
después se encontró con la mayor sorpresa de su vida. Más de la mitad
de sus 3.000 panales aparecían desiertos, con tan solo la abeja reina y
unas cuantas obreras guardianas. Los alrededores tampoco mostraban
cadáveres de abejas. Los insectos se habían desvanecido. “Fue como si
caminara por un pueblo fantasma”, indicó Hackenberg a la revista Scientific American.
Hackenberg comunicó el suceso a sus colegas, lo que le costó no pocas
críticas. Enseguida lo tacharon de apicultor descuidado. Pero poco
después, los casos de desapariciones misteriosas de abejas se propagaron
entre otros muchos colegas. Estos insectos tienen un fuerte sentido
colectivo, dentro de una sociedad exclusivamente femenina que gira
alrededor de la abeja reina, la madre de toda la comunidad. Hay
guardianas que defienden el panal, otras que se especializan en cuidar
los huevos y las crías, y otras que se encargan de traer el alimento
–néctar y polen– a la colmena, fabricando miel. El abandono de una
colmena resulta un comportamiento inconcebible: un suicidio colectivo.
Los apicultores, aterrados, no encontraron restos de insectos, ni
señales o pistas que pudieran explicar la tragedia. Las abejas se habían
desvanecido inexplicablemente.
En la primavera de 2007, los investigadores descubrieron que una cuarta parte de los apicultores estadounidenses habían sufrido pérdidas catastróficas.
Pero el desastre se propagó a otros países: Brasil, Canadá, Australia, y
también en Europa, en Francia y España. En la televisión saltaban
extrañas noticias como la desaparición de 10 millones de abejas en
Taiwán. Desde aquel otoño de 2007 se vienen repitiendo las
desapariciones masivas. Hackenberg pasó de apicultor descuidado a
pionero, el primero en dar la voz de alarma: millones de abejas
desaparecen cada año. Algo está ocurriendo. “Sí, es un fenómeno global”,
afirma Carlo Polidori a El País Semanal.
Como experto en comportamiento de himenópteros e investigador del
Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC), Polidori es muy consciente del
problema. En Europa, las pérdidas de colmenas se suceden anualmente a un
ritmo de un 20%, observa con preocupación. “En este año se han perdido
en Inglaterra el doble de colmenas que el año anterior”.
En España, las noticias anteriores al hallazgo de Hackenberg son
incluso peores. “Antes de 1994 había una desaparición anual de entre el
5% y el 7%”, explica Suso Asorey, secretario de la Asociación de Apicultores Gallegos (AGA),
mediante correo electrónico. “A partir de esta fecha estamos entre el
35% y 40% (de pérdidas)”. Asorey destaca que en algunas regiones las
pérdidas de colmenas llegan hasta el 90%. En Galicia, la situación roza
el drama. Han desaparecido 450.000 colonias en los últimos 18 años. Las
pérdidas económicas se contabilizan en más de 51 millones de euros,
asegura Asorey. Pero el valor polinizador “se eleva a más de mil
millones de euros”.
Existen alrededor de 20.000 especies de abejas, pero las abejas de la
miel (Apis mellifera) son extraordinarias ya que polinizan una amplia
variedad de flores. Cada individuo es un prodigio de la ingeniería
biológica: está equipado con sensores de temperatura, de dióxido de
carbono y de oxígeno, y su cuerpo está diseñado para cargarse de
electricidad estática. Cuando las abejas recolectan el alimento en las
flores, los granos de polen que quedan adheridos a ellas permiten que el
polen de una flor viaje hasta otra, la cual se fertiliza. El resultado
es una semilla y un fruto. La magnitud del fenómeno resulta increíble
cuando examinamos la labor colectiva. En un panal medio puede haber unas
60.000 abejas, de las que 40.000 salen en busca de alimento. Cada
obrera realiza hasta 30 salidas diarias, y en cada viaje puede llegar a
polinizar un total de 50 flores. En una sola jornada de trabajo, una
colmena puede lograr la fertilización de millones de flores. Los
cálculos de AGA sugieren que una sola colmena es capaz de encargarse de
fertilizar las flores en una zona de 700 hectáreas, es decir, la
superficie equivalente a unos 350 campos de fútbol.
La importancia económica de las abejas de la miel es colosal. En la
Red circula una citación atribuida a Einstein que sugiere que si las
abejas desaparecieran hoy de la Tierra, el hombre solo podría sobrevivir
cuatro años. Sea o no cierta esta cita, hay una parte de verdad en ella
que evoca un futuro apocalíptico. De acuerdo con Hackenberg, las abejas
de la miel intervienen en uno de cada tres bocados que nos llevamos a
la boca. Los cultivos básicos como el arroz, el trigo o la cebada son
polinizados por el viento. Pero en un mundo sin abejas, una gran parte de las frutas y verduras comunes de los supermercados desaparecerían de las estanterías. Sus precios resultarían tan astronómicos que un kilo de manzanas podría costar casi como el caviar.
Y si no, echen un vistazo a la siguiente lista que proporciona AGA.
En España, la polinización de las abejas permite que tengamos almendras,
melocotones, cerezas, ciruelas, manzanas y peras; también hacen posible
la alfalfa y el trébol; frutas como melones, pepinos, calabazas,
calabacines y berenjenas, las fresas, frambuesas, las zarzamoras y el
tomate. A las abejas le debemos los espárragos, el aceite de colza o de
girasol, fibras textiles como el lino o el algodón. La vid depende
parcialmente de la labor de las abejas –y con ella, la producción de
vino y mosto.
En la película Cuando El destino nos alcance –rodada en
1972–, un envejecido Edward G. Robinson le cuenta a Charlton Heston cómo
era el mundo que él conoció antes de que la contaminación lo
destruyera. Son dos hombres sudorosos y sucios, hacinados en un pequeño
apartamento, delante de una mesa, que apenas tienen que comer. Los
guionistas podrían haber encontrado razones para este escenario
posapocalíptico en la progresiva desaparición de las abejas,
precisamente por culpa de la contaminación. En un mundo sin abejas
serían impensables las almendras, los cítricos, los aguacates, los
berros…
El filme
–que no hace mención alguna a las abejas– encaja como un guante en un
mundo desprovisto de ellas. “Más del 80% de las plantas con flores son
polinizadas por animales”, remarca Carlo Polidori. “Y más del 30% de las
plantas de cultivo y frutas dependen de la polinización por parte de
las abejas”.
Y si bien hay especies de abejas silvestres y abejorros que hacen un
trabajo muy importante –pudiendo ser en algunos cultivos hasta más
efectivo que el realizado por las abejas de la miel–, el carácter
todoterreno de estos animales colectivos les convierte en la especie de
insecto que más importancia económica tiene para el hombre.
Hay otro título singular, El incidente (2008), realizado por
M. Night Shyamalan poco más de un año después del hallazgo de
Hackenberg. En este filme, Mark Wahlberg se hace eco del descubrimiento
de David Hackenberg (sin mencionar el nombre) ante sus alumnos. “No sé
si conocéis este artículo de The New York Times. Al parecer,
las abejas están desapareciendo por todo el país. Decenas de millones”.
Wahlberg les pregunta en ese momento a los estudiantes si tienen alguna
idea de los motivos que habría detrás de este fenómeno. En esa clase,
los alumnos citan el calentamiento global, el aumento de temperatura
como factor de desorientación de los insectos; la contaminación como una
causa genérica; una infección por un virus, aunque poco probable, ya
que el fenómeno se está reproduciendo en 24 Estados; hasta que uno
responde: “Nunca lo llegaremos a comprender”.
En cierto modo, la incógnita que rodea a este misterio guarda
bastante fidelidad con la ficción cinematográfica. Meses después de lo
ocurrido con las colmenas de Hackenberg, los investigadores catalogaron
el fenómeno como “colapso desordenado de la colonia” (CCD, siglas en inglés de colony collapse disorder).
Cinco años después, los interrogantes persisten. Los investigadores han
indagado como si fueran forenses científicos en busca de cadáveres que
examinar; han realizado autopsias en los animales en busca de parásitos,
virus y rastros de insecticidas; han examinado la capacidad
reproductora de las abejas madre, y han realizado un sinfín de estudios
de toxicidad buscando restos de pesticidas en los granos de polen.
Hasta el momento, no han encontrado a un solo culpable, pero sí
muchas pistas, y todas inquietantes. Los inmensos campos de monocultivos
que sostienen la agricultura mundial son un festín continuo para
legiones enteras de insectos devoradores. La única manera de mantenerlos
a raya es rociándolos con nuevas fórmulas de plaguicidas e insecticidas
cada vez más letales. Y estas sustancias tóxicas podrían alterar el
comportamiento y el sistema nervioso de las abejas. En concreto, un tipo
de pesticidas sintéticos –llamados neonicotinoides– atacan los centros
del sistema nervioso de los insectos. Cuando las abejas obreras salen
para recoger el néctar, entran en contacto con estas sustancias, que
alteran su sistema nervioso. Los animales, desorientados, no encuentran
el camino de vuelta hacia la colmena –situado a kilómetros de distancia–
y mueren lejos. Esto podría explicar el hecho de que los investigadores
suelen encontrar los paneles casi vacíos sin cuerpos a su alrededor.
Para Asorey, secretario de la AGA, “la puesta en el mercado de estos
pesticidas neurotóxicos y sistémicos coincide con las pérdidas
registradas de hasta un 40%”. Si la legión de obreras que parten para
recolectar polen no regresa, la colmena no dispone de suficientes
individuos y está condenada irremisiblemente a morir.
Los pesticidas podrían tener otro efecto devastador.
Debilitan a las abejas y las hace más susceptibles al contagio de
patógenos y virus, asegura Polidori. Un tipo de ácaro, el Varroa
destructor, “es capaz de destrozar una colonia entera”. Estos ácaros se
pegan al cuerpo de las obreras y transmiten un virus letal que deforma
el abdomen y las alas de los animales. Con defensas débiles, estos
insectos sucumben también ante un parásito unicelular llamado Nosema,
que produce esporas que los infectan. Una de las características de la
enfermedad radica en un cambio de comportamiento. Las abejas jóvenes que
cuidan de las crías de la colmena y que resultan afectadas por el
parásito dejan su labor como enfermeras y se convierten en guardianas de
la colmena, o en abejas obreras que salen para alimentarse. Al cambiar
el ciclo, las crías se quedan desguarnecidas y mueren. La comunidad
empieza a derrumbarse desde dentro.
Los apicultores en todo el mundo se enfrentan a un nuevo reto. En
Estados Unidos, la cría de abejas se ha transformado en un negocio en el
que centenares de miles de colmenas son transportadas a lo largo y
ancho del país. Uno de los acontecimientos del año es la polinización de
los cultivos de almendros en California. Los apicultores llegan con sus
grandes camiones, rocían de antibióticos los panales para mantenerlos
libres de enfermedades y alimentan a las abejas con sirope de glucosa.
Ante la pérdida de animales, se han llegado a importar abejas desde
Australia para mantener la industria de la almendra californiana. Los
insectos llegaban a bordo de aviones Boeing 747.
El doctor Eric Mussen, del departamento de entomología de la Universidad de California en Davis
(Estados Unidos), es a la vez un académico y un experto apicultor, el
puente ideal entre la ciencia entomológica y el mundo real, en el que
los apicultores han domesticado y criado a las abejas desde hace siglos.
“Cada país es diferente, pero los apicultores están teniendo
dificultades para mantener el número de las abejas de sus colonias”,
admite Mussen al otro lado del teléfono.
En Estados Unidos, asegura, la mayoría de los apicultores está
alejándose de la agricultura comercial masiva. El mensaje de sus colegas
orgánicos ha calado, al menos en lo que respecta al manejo de los
animales. No hace mucho se acarreaban los panales en vagones junto con
caballos, o en camiones mal acondicionados. Pero ahora las colmenas
viajan en tráileres preparados con suspensión neumática. Según Mussen,
estos largos desplazamientos no suponen un gran problema para los
animales, ya que en apenas un par de días se adaptan al lugar y al
cambio de horario.
Las importaciones de abejas de otros países también se han suspendido
en Estados Unidos por el temor a que con ellas lleguen nuevas
enfermedades. Mussen nos advierte de que el porcentaje de pérdidas en la
actualidad –entre el 15% y el 20%– es una media estadística, aunque en
el caso de algunos apicultores se eleva al 50% e incluso al 80%.
El problema esencial para las abejas, explica Mussen, es conseguir
una buena nutrición. Las obreras deben salir para recolectar alimento,
polen y néctar de buena calidad. De ellas depende una colmena de miles
de individuos a los que tienen que alimentar de manera incansable. Los
monocultivos ganan cada vez más terreno, ya que sostienen una
agricultura masiva necesaria para alimentar a millones y millones de
personas. Para las abejas, este efecto es devastador. Es como si, para
los seres humanos, los campos cultivables en todo el planeta se fueran
convirtiendo en desiertos de arena.
Una colmena al lado de una gran plantación de maíz está casi
condenada a muerte, por ejemplo. Los insectos no encuentran alimento y
además se impregnan de insecticidas.
La malnutrición afecta a sus defensas y a los sistemas para
desintoxicarse. Se hacen más débiles frente a agresores como el ácaro
Varroa, detalla Mussen. Para evitarlo, los apicultores suelen rociar las
colmenas con sustancias antiparasitarias para mantener lo más baja
posible la población de ácaros. Pero muchas veces es como añadir
gasolina al fuego. “Con ello aportan otra sustancia química a la cual
tiene que enfrentarse el sistema de desintoxicación de la abeja”, que de
por sí ya está debilitado. Y los ácaros también contagian los virus,
tanto a las larvas como a los individuos adultos.
Los perjuicios que sufren las colonias tienen orígenes distintos
–ácaros, los virus que portan, la falta de alimento y las enfermedades
importadas de otras abejas–, pero cuando se combinan es como si la
comunidad sufriera un ataque multidimensional cuyo efecto se va
multiplicando a medida que las defensas de las abejas disminuyen. Los
obstáculos se superponen. Este es el punto clave, nos dice Mussen. En
una situación de equilibrio, las defensas naturales de las abejas
mantienen a raya a los ácaros y a las enfermedades. Pero ahora hay
graves agujeros en esas barreras defensivas. La presencia de parásitos
en las colmenas es cada vez mayor. Hay una incógnita sobre quién ganará
finalmente la batalla, si las abejas o sus enemigos, y todo dependerá de
si las defensas se derrumban o no. Por ahora, parece que los parásitos
llevan ventaja.
Los pesticidas neonicotinoides son solo una parte del problema,
asegura este experto. Ya que en los análisis realizados a los granos de
polen se ha observado que “están contaminados por todo tipo de
pesticidas y residuos”. La Unión Europea se dispone a restringir el uso
de estos pesticidas sintéticos, pero eso significaría colocar en los
cultivos otros pesticidas orgánicos igualmente dañinos. Para Carlo
Polidori, las abejas nos están mandando un mensaje que recuerda nuestra
estupidez. “Sabemos que estos insectos son indispensables para la
subsistencia del género humano, pero durante décadas nos hemos dedicado a
rociar los campos con plaguicidas. Las abejas nos recuerdan que siempre
llegamos tarde”.
¿Qué opciones pueden ofrecer las investigaciones? Quizá podríamos
recurrir a otros polinizadores distintos de las abejas de la miel.
Existen especies de abejas silvestres que ahora no están domesticadas
por el hombre, pero que podrían cultivarse en el futuro para hacer un
magnífico trabajo de fertilización. Polidori cita experimentos en los
que abejas del género Osmia resultan prometedoras para polinizar
almendros y manzanos en España.
A pesar de la gravedad de la situación, Eric Mussen mantiene una
visión optimista sobre estos maravillosos insectos. “Las abejas llevan
existiendo desde los tiempos de los dinosaurios y las glaciaciones, han
sobrevivido a todo eso, así que creo que también van a sobrevivir a los
humanos”. Si los apicultores no pueden finalmente mantener los números
de abejas en sus colmenas para sostener la polinización comercial, el
mundo cambiará. Pero lo haría de forma gradual, con una escasez desigual
en la producción de frutas y verduras dependiendo del lugar y de la
presencia o no de otros insectos polinizadores. Y, sin duda, con el
tiempo las frutas y verduras se convertirían en un manjar al alcance de
los más ricos. “Será un proceso lento. No pasaremos de inmediato de la
luz a la oscuridad”.
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