En la
pirámide, aparece un consejo de administración, mayoritariamente
compuesto por transnacionales y Estados desarrollistas, que ha llevado
el negocio con un principio básico de injusticia ambiental
Florent Marcellesi
Cierren los ojos. Imagínense que el planeta Tierra es un banco.
Piensen en el balance de su gestión en los últimos años. ¿Qué ven?
En la pirámide, aparece un consejo de administración,
mayoritariamente compuesto por transnacionales y Estados desarrollistas,
que ha llevado el negocio con un principio básico de injusticia
ambiental: privatización de los bienes comunes y de la vida (agua,
atmósfera, semillas, genes, etc.) y socialización de las pérdidas para
generaciones presentes y futuras: agotamiento de los recursos naturales y
contaminación de nuestro entorno. Tras lucrarse alegremente durante
décadas a costa de su juguete, ha dejado un déficit ecológico enorme: el
año 1986 fue el último año en que el conjunto del planeta fue capaz de
(re)generar y asimilar tantos recursos ecológicos como los que consumió y
desechó. Sin embargo, en 1995 tal equilibrio ya no era posible: la
biocapacidad generada solo cubrió hasta el 21 de noviembre, y en el 2010
hasta el 21 de agosto.
Como no, este consejo ha maquillado hasta el último momento las
cuentas reales de su empresa. Montando cortinas de humo, como el
marketing verde o el desarrollo sostenible, ha conseguido hacernos creer
que su pésima gestión es el maravilloso objetivo que tendrían que
alcanzar las personas más desfavorecidas y los países del Sur. La letra
pequeña del contrato indica, no obstante, que vivimos a crédito ya que
si continuamos con el business as usual, la humanidad necesitaría 2
planetas en el 2030 y casi 3 en el 2050 para satisfacer sus demandas.
Pero sobre todo, indica que no existe ningún seguro, ni cantidad
monetaria, que pueda revertir el salto colectivo de una civilización al
precipicio.
Al mismo tiempo, se van acumulando las deudas, convirtiendo las
deudas privadas (de unos pocos) en públicas (de toda la ciudadanía). Por
ejemplo, la deuda de carbono, es decir la deuda adquirida por la
contaminación desproporcionada de la atmósfera por parte de los países
del Norte, ascendía a nivel mundial en 1990 a 1 millón de millones de
euros. Por si fuera poco, el precio de barril de petróleo, verdadera
prima de riesgo del sector ecológico y factor clave en las crisis
alimentarias y financieras, no deja de batir récords en los mercados,
empujada por la especulación, la demanda de los países emergentes y la
imposibilidad de producir más oro negro. Resumiendo: antes de la crisis y
según los criterios manejados por parte de las agencias de notación,
esta gestión habría merecido una triple A. Después de la crisis y según
los criterios manejados por los gobernantes, los responsables de tal
estafa ecológica se habrían merecido un jugoso premio. En definitiva, si
la Tierra hubiese sido un banco, se habría merecido un buen rescate.
Sigan con los ojos cerrados y, ante tantos despropósitos que nos
pueden llevar hacia el ecofascismo o el colapso, dejen fluir la
indignación dentro de sus venas. Acompañen mentalmente a todos aquellos
movimientos y personas que luchan contra los desahucios ecológicos, en
España o en Argentina contra el fracking, en Perú o África contra las
minas gigantes a cielo abierto, en Brasil y China contra las represas
faraónicas. Como el #15MpaRato y como en Islandia, además de
resistencia, pidan verdad, justicia y reparación a los responsables de
todos estos desastres ambientales. Aunque todavía no exista un Tribunal
Internacional de Justicia Climática (¡reivindiquémoslo!), hagamos como
en Ecuador donde Chevron-Texaco está condenado a pagar más de 9.000
millones de dólares a comunidades indígenas y colonos mestizos por los
daños socioambientales causados durante sus operaciones petroleras en la
Amazonia.
No nos conformemos con esto: demos también voz a los sin voz para que
la Pacha Mama —sustento esencial de la vida en el planeta— tenga
derechos. Pongamos en marcha en el Norte alternativas como las
iniciativas en Transición, las monedas locales y bancos de tiempo, los
mercados sociales, los huertos urbanos, los grupos de consumo, las
cooperativas energéticas o de vivienda, la economía solidaria y del
cuidado, etc.. Reforcemos así la autonomía y el empoderamiento
personales y colectivos, la soberanía alimentaria y energética, el buen
vivir y la autogestión de los bienes comunes, es decir todas aquellas
actividades que nos permiten crear sociedades resistentes a los
durísimos cambios ecológicos ya presentes y aún por venir. En este otro
mundo, la Tierra no sería una entidad financiera vertical y tecnócrata:
sería más bien una cooperativa horizontal y del conocimiento libre donde
la meta es vivir bien con menos. Sin austeridad impuesta, ni
crecimiento ilusorio, desde la conciencia de que si estamos en esta nave
Tierra, es para ser felices dentro de los límites ecológicos del
Planeta.
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