lunes, 1 de octubre de 2012

Nuestro nitrógeno de cada día

El mediático dióxido de carbono nos ha hecho casi olvidar el vital ciclo del nitrógeno
 Ramon Folch. 
Apenas se habla del nitrógeno. Todo el protagonismo mediático se lo lleva el carbono. Sin embargo, sin nitrógeno no habría proteínas. Las hacen las plantas. Los vegetales precisan nitrógeno para construir las moléculas proteicas que, a través de la cadena alimentaria de herbívoros y carnívoros, se convierten en sangre, músculos, hormonas o tejidos estructurales. Las plantas sintetizan materia orgánica a partir del carbono atmosférico y del nitrógeno edáfico. También necesitan agua, algo de fósforo y potasio y, claro está, la energía que llega del Sol.
El aire es una mezcla de gases. El principal es el nitrógeno (78%). Pero las plantas, al revés de lo que hacen con el CO2, no pueden incorporar ese nitrógeno atmosférico. Algunas bacterias, sí. Las leguminosas acogen esas bacterias en sus raíces y se benefician del nitrógeno que ellas capturan. Eso explica la vieja práctica de alternar cultivos de cereales y leguminosas: las raíces de las leguminosas abonan el suelo que al año siguiente explotarán los cereales.
Aunque no lo bastante. La producción agraria demanda suplementos de nitrógeno. De ahí otra vieja práctica: estercolar. Es la forma de devolver al campo el nitrógeno que fue a parar al ganado. Pero resulta más cómodo abonar con nitrógeno inorgánico, o sea con abono químico. Y también más caro, desde luego. Actualmente, se nos acumula el estiércol de la ganadería intensiva (como los purines de los cerdos), gastamos fortunas adquiriendo nitratos inorgánicos y, al dosificar inadecuadamente las aplicaciones, contaminamos los acuíferos con el nitrógeno sobrante.
No lo hacemos demasiado bien. Estamos a las puertas de la era postindustrial sin haber digerido todavía del todo la industrial. Los desarreglos ambientales no resultan del progreso. Denotan incompetencia. Hemos de reajustar los procesos, sería propio de la sociedad del conocimiento. Sabemos hacerlo, pero no lo hacemos. No nos mata la tecnología, sino la grosería.

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