viernes, 20 de septiembre de 2013

Análisis sobre la tutela estatal de los montes y ecosistemas

La función protectora de los montes (en este caso hablaríamos  de “servicios de regulación”) se plantea asimismo en una etapa temprana, entrando en la  legislación a partir de 1869
ECOticias.
LA TUTELA ESTATAL SOBRE LOS MONTES, SUS SERVICIOS Y LO QUE AHORA LLAMAMOS ECOSISTEMAS


El origen de la intervención del Estado en el establecimiento de una red de salvaguarda de los procesos naturales que actúan sobre el suministro de servicios de los ecosistemas para el conjunto de la población de España - servicios que según la clasificación establecida por Millennium Ecosystem Assessment (2005), son, entre otros, de abastecimiento-, puede rastrearse en la historia del Catalogo de Montes de Utilidad Pública. Su definición procede de los bienes territoriales que la Ley de 1855 (desamortización civil) consideraba que debían reservarse al servicio del Estado, por su valor estratégico principalmente a favor de objetivos de producción (industria naval, madera, etc.). Se pretendía así evitar los efectos negativos que, en función de las experiencias anteriores, cabía esperar de la privatización de bienes de titularidad pública.
La función protectora de los montes (en este caso hablaríamos  de “servicios de regulación”) se plantea asimismo en una etapa temprana, entrando en la  legislación a partir de 1869, cuando se actualizan los criterios de inclusión de montes en el mencionado Catálogo (hasta entonces solo serían incluidos en función de la cabida y la  especie forestal -pinos, robles y hayas- (Mangas, 2013).  Incluirá también a partir de entonces “las masas de arbolado y terrenos forestales que por sus condiciones de suelo y de área sea necesario mantener poblados o repoblar de vegetación arbórea forestal para garantir, por su influencia física en el país o en las comarcas naturales donde tengan su asiento, la salubridad pública, el mejor régimen de las aguas, la seguridad de los terrenos o la fertilidad de las tierras destinadas a la agricultura
Del Catalogo de Montes de Utilidad Pública, publicado finalmente en 1901 y la consecuente acción tutelar del estado, escaparon los montes de titularidad privada, pero la Ley de 1908,  establece los casos en los que los terrenos pueden repoblarse cualquiera que sea su dueño: “los existentes en las cabeceras de cuencas hidrográficas, los que sirvan para regular eficazmente las grandes alteraciones del régimen de  las aguas llovidas, los que eviten desprendimientos de tierras o rocas, la formación de dunas, etc.,…, los que saneen parajes pantanosos, los que por su aprovechamiento regular sirvan para hacer permanentes las condiciones higiénicas y económicas de los pueblos comarcanos”.  De esta forma  los propietarios de este tipo de terrenos “no catalogados, situados en zonas protectoras” quedan sometidos a los preceptos de dicha Ley de Conservación y Repoblación de Montes y pueden acogerse a sus beneficios.
Por esta vía podrán ser intervenidos los extensos territorios que se mantenían bajo propiedad comunal, bienes de propios de los pueblos, vecinales, de mancomunidades, etc.  Según señala José Manuel Mangas en el artículo citado, la denominación de protectores se reservará por reduccionismo para los montes particulares (de carácter privado, personas individuales o colectivas) con funciones de utilidad pública. En 1922 se crea un Servicio para establecer el catálogo de montes protectores, cuya labor solo llegó a completarse para cuatro provincias al quedar interrumpida por la guerra. La denominación se mantiene no obstante en la Ley de Montes de 1957 y en la creación del Instituto Nacional de Conservación de la Naturaleza en 1971, al que se encomienda formalmente su tutela, si bien a falta de la “confección de las relaciones de Montes Protectores”.  Se trata de un tema pendiente, recogido y recordado de forma continua en la legislación estatal pero que no se acaba de concretar. La ley forestal más reciente, 10/2006,  discrimina con escaso entusiasmo - a juzgar por la exigua atención que reciben- entre los montes protectores (para los que se mantienen sin cambios los criterios originales) y los montes con otras figuras de protección  (referencia a los  espacios que derivan de la prolija legislación conservacionista, consecuencia ya de las transferencias a las Comunidades Autónomas), lo que lleva a la coexistencia, al menos en teoría -pocas  comunidades, han legislado sobre montes protectores-, de dos redes  territoriales de conservación de la naturaleza,  entendida ya sea como patrimonio natural, biodiversidad, procesos ecológicos o como servicios de regulación/protección de procesos, según el énfasis que en cada caso se adopte.

 La necesidad de una planificación integral

Teniendo en cuenta que la Red Natura 2000,  que incluye el total de los espacios naturales protegidos,  se ocupa ya con legislación específica de una superficie próxima al 27,3 % del territorio español, unos 15 millones de hectáreas, ¿Qué es lo que les queda por proteger a los montes protectores,  cuya identificación está, por otra parte, aún por realizar? ¿No hubiese sido más conveniente avanzar hacia una consideración conjunta de la conservación de la naturaleza, que incluyese tanto los objetivos finalistas de  biodiversidad -especies, ecosistemas- bien asentados en la Red Natura 2000, como la preservación de los procesos naturales, ecológicos, que actúan en escalas territoriales amplias y que, en definitiva, fueron el objetivo de la figura, avanzada para la época en que fue formulada, de montes protectores?
Pensamos que las propuestas actuales de planificación para sostenibilidad y adaptación al cambio climático demandarían una planificación integrada que unificase ambos criterios.
Hemos visto cómo la línea de acción tutelar y reguladora del Estado sobre el territorio con objeto de preservar servicios de interés general, puede describirse a través de la evolución desde los Montes de Utilidad Pública hasta los Espacios Naturales Protegidos, pasando por la figura puente, aplazada  y no resuelta, de los Montes Protectores. Como señala José Manuel Mangas (op.cit), “la legislación vigente, dejando aparte los buenos propósitos no ha estado a la altura de las circunstancias en el tratamiento de los montes protectores, pues si la Ley de Montes de 2003 se ocupaba de ellos de forma corta y timorata, la Ley de 2006 lo hace de forma desmesurada y confusa”. El propósito que, ya en 1901, se establece para estos territorios de preservar las cabeceras de cuencas, regular el régimen de infiltración de las aguas, evitar en lo posible los deslizamientos de ladera, la erosión provocada por sobrexplotación, etc., dirige dicha figura hacia una línea  argumental que fácilmente puede enlazarse con los criterios más actuales de conservación: no defender solo componentes del patrimonio natural, sino mantener los  procesos de los que depende su presencia y abundancia, argumentándolo a través de los servicios que los ecosistemas proporcionan para el bienestar de la población y con objeto de encontrar el compromiso necesario para sostenibilidad de los usos humanos. La idea de los montes protectores incluye principios que encajan bien en este enfoque…”los montes que por su  aprovechamiento regular -diríamos ahora sostenible- sirvan para hacer permanentes las condiciones higiénicas - saludables, productos de calidad, regulación de climas locales, diversidad- y económicas de los pueblos comarcanos -incide en la escala local del desarrollo, un aspecto poco considerado que es causa frecuente de conflictos en la gestión de los bienes públicos- . En cierto modo esta figura recogía una visión más integral de la naturaleza y papel de regulación, que la de las figuras habituales de conservación.  Un objetivo más completo, asegurar procesos básicos como el ciclo del agua, la fertilidad y formación de los suelos, la capacidad de la vegetación para influir en los climas locales (condensación de agua, transpiración). Su estructura territorial en red, complementando a los MUP nos acerca a un esquema deseable, una “red  básica e integrada de patrimonio natural”, que la Red Natura 2000, por su estructura fragmentada (suma de piezas de distinto origen, procedentes de criterios distintos) y su objetivo en torno a los espacios naturales protegidos no permite por si sola constituir.
Hemos tratado hasta ahora de una línea de gestión (MUP, montes protectores y espacios protegidos) en la que el Estado es protagonista, ya sea directamente o a través de sus representantes las comunidades autónomas y en algunos casos los municipios. Se trata de una visión intervencionista o ilustrada de la naturaleza y su gestión cuyas raíces se encuentran en la revolución liberal de siglo XIX. ¿Debería cambiar para responder a las demandas actuales?  Es posible que algunas  de las razones de fondo que determinan el actual desapego y la falta de compromiso de buena parte de la población rural con los  territorios de titularidad o gestión  pública, procedan de carencias importantes en el modelo.


NATURALEZA HUMANIZADA. ¿ES YA NECESARIO  UN NUEVO MODELO DE  GOBERNANZA?

¿Hasta qué punto son compatibles los usos humanos con las funciones de protección y especialmente en los  espacios/montes de propiedad privada -particular o colectiva-?
Para responder a esta pregunta debemos situarnos en el contexto de la legislación actual sobre conservación de la naturaleza en España. En un artículo reciente (Gómez Sal, 2011) que seguiré en parte para los argumentos que expongo a continuación, celebraba que la idea de patrimonio natural figurase ya, junto con la más acotada de biodiversidad, en el título de la Ley que se ocupa de la conservación de la naturaleza, aprobada en 2007.  Indicaba también que el conjunto de leyes que acompañaron a la citada (las de Desarrollo Sostenible en el Medio Rural, Convenio Europeo del Paisaje, la misma modificación de la Ley de Montes de 2006) despertó sin embargo expectativas que el escaso avance en su aplicación y coordinación, han acabado por defraudar. Después de cinco años se impone la impresión de que este nuevo enfoque - una visión más completa de las funciones del espacio rural/natural que incluye ya los “servicios culturales”, el tercer gran bloque que faltaría en la línea argumental del MEA antes comentada- no termina de ocupar el lugar y alcance al que parecía estar abocado.
La importancia de establecer qué es lo que la sociedad considera que constituye su Patrimonio Natural, va más allá de los objetivos más o menos convencionales de conservación, ordenación y catalogación, y  debería servir de rasero o nivel de exigencia para ajustar las políticas de gestión de los bienes territoriales públicos y coordinarlas con la estrategia de avance en hacia la sostenibilidad de los usos humanos y de adaptación a los cambios globales (Gómez Sal, 2009). Será sostenible aquello que no afecte al patrimonio -bienes de orden superior-  que la sociedad ha decidido preservar.  Identificar lo que por Ley se considera como no mercadeable, lo que debe transmitirse a las generaciones futuras -los elementos y procesos clave, los saberes acerca de los recursos, en buena medida un patrimonio cultural ya que afecta a las formas de relacionarse entre las personas y de éstas con los recursos- y respecto a lo cual existe una voluntad efectiva -jurídica y técnica- de salvaguarda (gestión conservacionista, adaptativa) nos señalaría los límites que no pueden rebasarse en los sistemas de uso de recursos.
 Seguramente, de haber contado antes con una legislación bien establecida y efectiva sobre el patrimonio, podría haberse evitado la destrucción de paisajes valiosos -en áreas sensibles que han sido invadidas, sin apenas crítica, por instalaciones energéticas, la degradación de los ecosistemas forestales a pesar del aparente incremento de su extensión-, la ocupación de  las zonas costeras a pesar de ser superficie declarada como protegida, y propiciar un modelo de desarrollo más sensible con las posibilidades reales que ofrecen los ecosistemas.
  
El control de la estructura, la resiliencia y las funciones de regulación

El actual marco legislativo sugiere la necesidad de repensar con cierta perspectiva las ideas que han venido alentando la gestión de las áreas forestales - MUP, montes protectores- y su posible papel en una política integrada de gestión de patrimonio natural, incluyendo la biodiversidad.
 Como indicador de que algo falla, los datos del Ministerio (MAGRAMA) muestran que 3,2 millones de hectáreas han ardido entre 1987-2005, 860 000 ha en el periodo 2000-2005 (Prieto et al. 2011). Otros efectos menos aparentes, el abandono de los usos agrarios, la matorralización, la perdida de suelos y de su capacidad productiva, la fertilidad y diversidad del espacio agrario, con sus consecuencias sobre los paisajes más valiosos,  no están contabilizados. Es habitual reclamar más medios para la prevención y el combate y situar en ello la principal estrategia. Incluso señalar al cambio climático o a las características del verano en el ámbito mediterráneo como la principal causa de fondo, con independencia del desencadenante que lo provoque, cómo si los incendios forestales fuesen debidos principalmente a un fenómeno, sin duda importante a escala planetaria -merecedor de atención y seguimiento también en escalas locales-, pero cuyos efectos sobre los bosques en nuestro país quedan en un segundo plano, enmascarados en gran medida por los que derivan de los formidables cambios en los usos de la tierra que ocurrieron a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo.
 ¿Cómo ignorar la caída generalizada en la vigilancia y aprecio que la población rural siente respecto a unos recursos que ya no considera propios? Muchos montes, antaño controlados por sociedades vecinales y sometidos a una gestión comunal prudente y regulada, que incluía los usos ganaderos, han cambiado profundamente su estructura y composición específica. El abandono de la actividad agraria, unido al comportamiento descuidado del ciudadano medio, que considera los montes como espacios de ocio, animados con frecuencia por los caminos que facilitan el acceso motorizado,  ha terminado por transformar numerosas zonas montaraces en áreas de riesgo.
 esta península, en su mayor parte mediterránea, a ser previsores en la administración de sus recursos— la culpa  de los problemas, cuando es notorio que abundan en nuestro país las soluciones excelentes y antiguas de adaptación de los sistemas de producción agraria (agrícola, ganadera, forestal) a la inconstancia meteorológica. Contar con un socorrido y poderoso enemigo externo, el cambio climático, no ayudará a solucionar errores en la gestión que pueden estar en la base de los efectos catastróficos.
  La despoblación del mundo rural, especialmente abrupta en las comarcas de clima más continental, ha ocurrido sin una planificación adecuada que hubiese permitido reorientar la gestión del valioso acervo de ecosistemas (forestales, silvopastorales, pastizales, cultivos leñosos, praderías, campos agrícolas) acostumbrados a convivir con una sustancial atención humana. La gestión de estos recursos estuvo regida por saberes y normas muy probados, fue la responsable del legado de paisajes, agrobiodiversidad e incluso de la preservación de buena parte de las especies de fauna y flora silvestre y comunidades bióticas que han llegado hasta nuestros días, la naturaleza domesticada que hemos heredado.
 A pesar de que el aprecio por el paisaje humanizado y la sensibilidad respecto a la protección de la naturaleza cuenta en España con antecedentes cultos que se remontan a los primeros años del pasado siglo, la conciencia más general sobre el valor que este patrimonio, cultural y natural al tiempo (servicios de regulación y culturales de los agroecosistemas), representa para nuestro país, solo comienza a extenderse en los últimos años.
 Sin duda ha influido en dicho retraso la propaganda peyorativa frente a lo rural —a diferencia de lo que ya ocurre desde hace varias décadas en los países del centro y norte de Europa, que valoran y prestigian su raíz agrícola y los paisajes asociados a ella— y  las políticas de repoblación forestal con fines prioritarios de producción, impulsadas por los imperativos políticos y económicos de aquellos tiempos, que convirtieron comarcas enteras en desiertos demográficos con pinos. Entre sus efectos se cuenta el haber transferido a la gestión exclusiva del Estado recursos que eran de uso comunal  y sobre los que aldeas y sociedades vecinales realizaban un aprovechamiento cuidadoso y cercano. También han influido, especialmente entre  los habitantes de las ciudades, algunas visiones conservacionistas que identificaron lo natural con lo silvestre, con exclusión de los  usos humanos, lo que conduce a una política de conservación basada en “santuarios” de naturaleza, que solo se justifica en contadas ocasiones. Es llamativo que la reacción de las poblaciones rurales frente a la acción del estado - incluyendo la gestión autonómica- haya sido igualmente contraria hasta hace pocos años y en la mayoría de los casos, tanto a las políticas forestales como a las de conservación de la naturaleza. Sin embargo aunque estos enfoques  monotemáticos y excluyentes de los montes, también de los espacios protegidos, estén en teoría ya superados, en su administración siguen pesando visiones o actitudes verticales que alejan a estos territorios, el ámbito rural/natural, del nuevo papel de patrimonio y multifunción que están llamados a desempeñar.

Argumentos que pueden ayudar a encontrar soluciones.  Preservar las funciones básicas de regulación en los ecosistemas

Como ya hemos indicado, la definición de un nuevo modelo de gestión de los patrimonios territoriales (públicos y privados) requiere en primer lugar dedicar una especial atención a la preservación de procesos naturales básicos para el buen funcionamiento de los ecosistemas. El acierto y la viabilidad de la trasformación de la naturaleza con fines de producción agraria en las culturas rurales tradicionales (entre ellas las de gestión colectiva), dependían de saber interpretar estos procesos e incorporar en la práctica su preservación. Este es  el componente natural indispensable para las sostenibilidad de los usos humanos, que junto con el componente social  constituyen la primera condición.
 Intentando compaginar la visión científica con la divulgación, expondré algunas premisas sobre los procesos que se mantienen activos en la naturaleza espontánea, y que deben preservarse en la gestión de los ecosistemas agrarios, incluidos los forestales:
 a) Corresponde al suelo natural el papel de mantener y regular las reservas de fertilidad, agua, semillas y otros medios de propagación (de plantas, animales, vida microbiana) que aseguran la viabilidad y vitalidad de los ecosistemas. Si admitimos el símil de considerar a éstos como entidades orgánicas en su funcionamiento, con interacciones y transferencias variadas que dan coherencia al conjunto, el suelo sería a la vez un digestor —metaboliza, recicla, moviliza nutrientes— y una unidad clave de regulación —contiene códigos y mensajes, actividad enzimática, complejos órgano-minerales, el agua y la disponibilidad de nutrientes determinan el vigor, la capacidad productiva de la vegetación, el pulso del ecosistema—. Su importancia es esencial; si el suelo no existe, se ha degradado o ha dejado de ser funcional, la recuperación del ecosistema tras una perturbación más o menos recurrente, llega a ser imposible. Solo en una escala reducida, con insumos importantes desde el exterior y como un empeño principalmente pedagógico o demostrativo, la restauración de los ecosistemas una vez que han perdido su suelo, podría efectuarse.  Puede afirmarse que la restauración a gran escala de ecosistemas naturales complejos cuando han perdido el suelo funcional es imposible en el horizonte de vida humana, mejor conviene entender y administrar lo que tenemos.
 b) La evolución ha dotado a la naturaleza de un recurso básico con el que afrontar y responder a cambios imprevistos y sus posibles consecuencias catastróficas: la biodiversidad. Si actualmente no se duda de su trascendencia y existen compromisos internacionales para su preservación, no es tanto por un afán detallista de mantener intacto el legado evolutivo— todas las especies, los genes, los ecosistemas—, sino porque científicamente se conoce suficiente sobre su función reguladora de la integridad y estabilidad en la naturaleza.
 c) En los ecosistemas naturales, hay que recordarlo, coexisten animales y plantas —también hongos, bacterias—, por citar solo los componentes más activos y esenciales de su dinámica biológica. De hecho han evolucionado juntos, unos en función de los otros, podríamos decir que se necesitan. Las diferentes especies de plantas tienen numerosas características morfológicas, estructurales, funcionales que sólo se explican al considerar los animales con los que han interaccionado en su evolución. Sirvan como ejemplo los que las polinizan, los que dispersan sus semillas o los que consumen periódicamente su biomasa. Muchas especies vegetales, tanto herbáceas, como arbustos y árboles, necesitan el pastoreo y obtienen ventajas de la poda sistemática y la fertilización que les proporcionan los animales pastadores. Se olvida con demasiada frecuencia que los ecosistemas terrestres cuentan con su cuota precisa de herbívoros consumidores de follaje y pasto (las distintas especies de pastadores/ramoneadores cumplen funciones también diferentes), que a su vez fertilizan y ayudan a mantener el suelo productivo, lo enriquecen así en bacterias, que alimentan la importante función de las lombrices (aireación, agregación, infiltración del agua).
 d) La cultura rural tradicional, con un objetivo principalmente agrario, encontró numerosas soluciones que permitieron hacer compatible la obtención de bienes con la capacidad de la naturaleza para aportar servicios para el bienestar humano de forma indefinida. Con dicho objetivo se modificó la composición y la estructura de los ecosistemas, favoreciendo a un buen número de especies, seleccionadas en función de su adaptación al manejo humano y la mayor productividad que se demandaba. Otras por el contrario vieron disminuida su abundancia y papel en la naturaleza domesticada. La actuación de los seres humanos en este proceso —no siempre, no en todos los ambientes, pero la colección de buenos ejemplos es muy rica—, fue acompañada de amplias dosis de sensatez, precaución, ensayos controlados y corrección de errores. El imperativo subyacente a dicha intervención prudente, basada esencialmente en la modificación y control de la estructura de los ecosistemas para ganar así resiliencia -capacidad de recuperación y respuesta frente a los cambios-, fue la necesidad ineludible de mantener los procesos ecológicos básicos que sustentan la productividad, ejerciendo el ser humano de vigilante y propiciador activo de los mismos. Podríamos decir que la modificación de los ecosistemas se realizó con una vocación inherente de sostenibilidad, entendida en su acepción más exigente, la conocida como sostenibilidad ecológica o fuerte, podríamos también llamarla ecosocial.
 El rico legado de conocimientos sobre el buen uso de los recursos naturales generado en dicho proceso agoniza en nuestro mundo rural, se pierde antes incluso que los recursos mismos, cuya creación o modulación por parte del hombre motivó la aparición de dichos y saberes. Este legado, —incluido también como un componente del Inventario del Patrimonio Natural en  la Ley antes mencionada, pendiente de concretar—, puede aún reconocerse en la configuración de algunos sistemas forestales conformados por el uso comunal (Soria, Albarracín, etc.), en las prácticas e infraestructuras seminaturales al servicio la ganadería extensiva reguladas por mancomunidades de pastos o en los acendrados sistemas de regulación del riego frecuentes en el levante español y otras zonas de regadío tradicional. Se trata una cultura heredera de la que diseñó la huerta mediterránea, las dehesas de encinas, los olivares bien ubicados y conservadores de suelo y fertilidad —un caso raro de ver actualmente—, la pradería atlántica o la organización minuciosa del paisaje de policultivo en las montañas del norte y el noroeste, tan amenazado en el presente.
 Entender la naturaleza ibérica exige reconocer el papel esencial que un manejo humano experto tuvo en el origen de sus agroecosistemas más originales. Llevan consigo la previsión y el seguro de vida para afrontar los años de escasez.
 No siempre las especies de árboles que dominan en las nuevas formulas definidas por la gestión humana son las mismas que eran frecuentes en la naturaleza original. Los ecosistemas modificados con un objetivo de producción especializado —caso por ejemplo de los pinares resineros—, apenas cuentan con regulación natural; el suelo funcional es casi inexistente, su configuración frágil, sin apenas diversidad arbórea, los aleja de esa posibilidad. Dependen por ello en grado sumo de la atención humana. Aunque el tiempo y el buen manejo lleguen a dotarles de un considerable valor natural, requieren gestión cercana y cuidadosa.
 Al crear nuevos modelos de naturaleza, los seres humanos nos hacemos responsables de mantener sus equilibrios. La gestión en muchos ecosistemas de nuestro país incluía una alta participación de la ganadería. Se trata del mejor medio para aprovechar la riqueza dispersa de pastos de producción escasa e inconstante —de nuevo la condición climática—  que a la vez cumple la función de eliminar el exceso de biomasa combustible y vigorizar el suelo. La extracción de leña, la caza, las colmenas, y en algunos casos la recolección de setas y frutos, completaban lo esencial de los usos del monte.
 Por las razones que se han mencionado los bosques naturales y los seminaturales derivados del uso tradicional, arden con dificultad y restañan con rapidez sus heridas. Están de hecho preparados para afrontar el fuego ocasional, como fenómeno posible en el marco de los sistemas climáticos donde se han formado. Un suelo rico en propágulos, favorece la recuperación y el fuerte rebrote, en especial de las cepas nativas de árboles y matorral.
 En la actualidad, la escasa rentabilidad de la explotación maderera y los nuevos planteamientos respecto al enfoque y objetivos que parece adoptar la conservación de la naturaleza, obligan a valorar en mayor medida los servicios que prestan los sistemas forestales que el valor directo o de consumo de los bienes que aportan.
 Parece por ello conveniente avanzar hacia una gestión más plural que recupere los procesos naturales, dotando al bosque (en general los montes y el conjunto del ámbito rural) de mayor autonomía y estabilidad (integridad) para afrontar al riesgo ambiental. Seguramente será necesario reconducir las plantaciones monotemáticas —con un suelo colapsado por la acumulación de hojarasca— hacia sistemas con mayor participación de otras especies, en las que los pinos vayan cediendo en frecuencia y ganando en vigor y altura. Abrir los pinares artificiales densos hasta conseguir configuraciones viables, favorecer en sus claros la implantación de los árboles y el matorral nativos de cada zona, permitirá también recuperar el papel del pastoreo con sentido estratégico —un futuro para muchas razas de ganado autóctonas hoy en extinción—.
 Algunos conflictos generados por el uso del fuego de superficie en pastizales de montaña atlántica ilustran el peligro de caer en simplificaciones y la necesidad de una gestión adaptativa y experta. Se trata de una práctica que está en la base de las culturas pecuarias de ovejas (xaldas, latxas, carranzanas, etc) progresivamente especializadas en producción lechera. El pastoreo de este tipo de ovejas resulta ineficaz para limitar la pujante expansión de los brezos, árgomas y helecho. Se da sin embargo el caso chocante de que determinadas legislaciones regionales y estatales supuestamente conservacionistas (¿del paisaje, de los recursos, solo de determinadas especies de  fauna?) limitan fuertemente el pastoreo, con legislación en contra del fuego de superficie que ha llevado incluso a la cárcel a algunos pastores. Curiosamente el malestar que causa esta gestión, está sin embargo muy superada en regiones como los Pirineos franceses o los brezales de Escocia, donde el fuego estratégico se realiza por parte de los interesados de forma periódica, muy regulada, que cuenta con el apoyo y participación de las administraciones.

Consolidar y proyectar el patrimonio natural. Referencia para la sostenibilidad

El análisis de los servicios que prestan los ecosistemas de España y en particular de la dinámica de los agroecositemas y paisajes agrarios (EME, 2012) revela que el territorio tiende a escindirse en dos áreas de vocación definida (con objetivo finalista, bien establecido), entre las que va quedando un extenso territorio sobre cuyo futuro planean notables interrogantes. Las dos primeras áreas son por una parte el espacio urbano/industrial (incluyendo en él las infraestructuras, industria, transporte y agricultura industrial) y por otra los espacios protegidos. Entre ellas un territorio rural, dependiente de apoyos, subvenciones y de las políticas de desarrollo de la UE, que sólo en escasa medida se beneficia de la tutela conservacionista (las Reservas de la Biosfera pueden ser un ejemplo).
 Entre los paisajes que forman este espacio encontramos configuraciones originales, adaptadas, muchas de ellas con notables atributos de integridad, biodiversidad y resiliencia ecocultural, merecedoras de ser consideradas como Sistemas Ingeniosos del Patrimonio Agrícola Mundial según la categoría establecida por FAO. En la actualidad requieren en general apoyos para su viabilidad y en buena medida poseen recursos y elementos que serían objetivo de la Ley 42/2007. Cuentan en este inventario los paisajes dominados por elementos leñosos (silvopastorales de muy distinto tipo, olivares, viñedos), los pastizales de uso extensivo, principalmente de montaña, y los sistemas agrarios basados en el manejo de la biodiversidad (mosaicos de parcelas con usos diversos, manteniendo con frecuencia un retículo estructural de cercos vivos y considerable valor de conservación, terrazas, los antiguos paisajes de regadío, frutales y huerta).
 Este conjunto de agroecosistemas, junto con los de tipo más intensivo o industrial, mantienen con eficacia los servicios de abastecimiento de alimentos para la población española, con un superávit especializado destinado al mercado exterior. Sin embargo la falta de una política estable y previsible de desarrollo rural, está debilitando los servicios de regulación que también prestan esos ecosistemas. Frente a ello, se aprecia una demanda creciente de servicios culturales por parte de la población urbana, a la que sólo a medias es capaz de responder un mundo rural muy mermado en efectivos e iniciativa.
  
En asegurar las funciones ecológicas de regulación (resiliencia, diversidad, integridad), —denominadas servicios en el esquema conceptual de la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio en España— reforzando al tiempo la capacidad de responder a las demandas culturales (educación, disfrute de la naturaleza y los recursos, etc.) y manteniendo el abastecimiento, radica a grandes rasgos el desafío de gestión que se plantea sobre las áreas rurales. La situación económica actual podría ser propicia para un cambio de tendencia y planificar para un medio rural más vivo.
 Tal como se  analiza con detalle en el presente número de la revista Ambienta, España cuenta con un conjunto de bienes públicos de base territorial, excepcional por su extensión y ubicación estratégica. Las riberas fluviales, los humedales, la sorprendente red de vías pecuarias, junto con las diferentes categorías de montes vecinales, de utilidad pública y otras tramas naturales, de agroecosistemas y paisajes relevantes deben jugar un papel especialmente activo y de fondo en las políticas de conservación. El conjunto reúne los mimbres esenciales para constituir una red básica de patrimonio natural territorial, que debería ser establecida con criterios científicos —dotando de funcionalidad ecológica y efectividad a los fragmentos que reúne la red Natura 2000— . Para ello resulta de interés retomar la figura de montes protectores que se mantiene en la legislación forestal a pesar de no haber sido desarrollada e incluir también la idea de paisajes culturales, como componentes que pueden contribuir a conservar los procesos ecológicos esenciales que antes hemos señalado. Entender la naturaleza ibérica en lo que tiene de herencia cultural diversa e implicación humana, por ello rica en valores y propuestas que la hacen singular y variada en el contexto europeo, es un requisito imprescindible para una política de gestión y conservación destinada al medio rural/natural que prestigie a nuestro país y responda con coherencia a los objetivos marcados por nuestra reciente legislación conservacionista.


LA NECESIDAD DE UNA GESTIÓN CERCANA Y PARTICIPATIVA.  ENSEÑANZAS DE LA PROPIEDAD COMUNAL

En función de lo expuesto hasta ahora podríamos caracterizar la problemática actual de gestión del espacio rural/natural  en España por las  siguientes circunstancias:
- El territorio se polariza en dos conjuntos con objetivos bien definidos y entre ellos un extenso ámbito rural/natural—el amplio territorio intermedio entre los espacios protegidos y las ciudades, que comentábamos— cuyo destino es incierto y problemático, lleno de vaguedades, carente de metas claras sobre las funciones que debe desempeñar.
- La nueva legislación de desarrollo rural (Ley 45/2007) apenas se ha aplicado. En referencia a la legislación forestal José Manuel Mangas (op.cit.) señala conveniencia de someter a revisión la Ley básica de Montes, como ocasión para promulgar una norma que “por encima de miedos internos y modas externas, implique decisivamente a  la política forestal en la ordenación de nuestra maltratada geografía”.
-Redes integradas de conservación de la biota y los ecosistemas (el fundamento de la red Natura 2000)  deberían complementarse con redes que cumplan otros objetivos. Montes protectores, Convenio Europeo del Paisaje, Paisajes Productivos Ejemplares (FAO). El objetivo es preservar procesos, una contribución a la sostenibilidad de los usos a escala amplia.
-Se aprecia un notable aumento de la demanda de servicios de calidad desde las ciudades. Una visión multifuncional se consolida. Productos sanos, naturaleza acogedora, diversa y accesible, paisajes de calidad, poblados, a la vez que lugares remotos, para descubrir. Según el esquema EME (2012) se pide de forma creciente  a los agroecosistemas servicios culturales y abastecimiento tradicional, mientras que las funciones naturales (servicios) de regulación se debilitan.
- La normativa excesivamente cambiante (precios de los productos, prioridades del país y de la U.E) dificulta marcos de referencia estables para la organización de los campesinos, que han perdido protagonismo, formas organizativas y recursos. En muchos lugares se siente como algo parecido a un expolio.
- Asistimos a un distanciamiento evidente, una falta de compromiso o desafección por parte de la población rural -la que vive en el campo,  no solo dedicada a labores agrarias- respecto a un patrimonio y unas formas de gobierno de lo público, que les distancia por estar excluidos en los sistemas de gobernanza. Los bienes territoriales de gestión pública se perciben como un ámbito de actuación del estado o sus representantes regionales, que  no compromete a la población. Es necesario reconstruir la trama social y cultural que permita una mayor participación de quienes, cuando se han dado las condiciones apropiadas, han sido los principales protagonistas de la conservación de los bienes territoriales públicos y colectivos.  
- Se producen cada vez con mayor frecuencia, catástrofes no naturales -casi nunca lo son, comparto la visión de Antonio Cendrero (2004) de que "más que de catástrofes naturales, tenemos que hablar de gestión catastrófica de la naturaleza"-  por falta de un manejo cercano y adaptativo. Incluimos entre éstas las riadas con efectos catastróficos, los deslizamientos, los incendios y otras menos físicas como la perdida de fertilidad y productividad, la matorralización, la grave amenaza al patrimonio autóctono de razas ganaderas, las variedades de plantas cultivadas y los saberes locales sobre los recursos llamados naturales (en realidad muy pocos lo son, sino que proceden de la selección y nueva organización de la naturaleza creada por los humanos) y su manejo. La mayor parte de estos aspectos forman parte del Patrimonio Natural (Ley 42/2007).
 ¿Es posible gestionar el patrimonio natural/rural, incluido el forestal, sin contar con la participación e implicación de los vecinos, la población que reside en los pueblos?
La percepción del extenso ámbito rural como algo ajeno cada vez más distante, nos acerca al peligro de que la naturaleza y lo rural terminen convirtiéndose para los habitantes de las ciudades en algo parecido a un parque temático,  para su disfrute ocasional.  El hecho de que la  agricultura, incluyendo la ecológica a cierta escala,  se vea como una industria más, lo favorece. Un espacio donde encontrar empleo temporal con el que podemos sentiros poco concernidos. Los incendios periódicos son un síntoma alarmante y las soluciones que se reclaman parecen ser solo remediativas, brigadas forestales, más medios técnicos.

  ¿Tragedia de los bienes públicos?   

¿Nos acercamos a nueva versión de la “tragedia de los comunales”? ¿Podríamos hablar de una tragedia de los bienes públicos?
Recuperamos para ello el titulo del provocador  artículo de Hardin (1968) en el que establecía que lo que no tiene un dueño concreto bien definido, está destinado a la degradación y devastación.  Hasta entonces bienes o recursos como la calidad del aire, las aguas superficiales y subterráneas, las pesquerías, los pastizales habían quedado al margen de las preocupaciones  de ecólogos y economistas. Como señalan González de Molina et al. (2002 ) quizás por su calidad y cantidad aún no comprometían el crecimiento económico y a la viabilidad a largo plazo de las actividades productivas. Dichos recursos no se habían considerado bienes económicos (Naredo, 2010) o aún permanecíamos en el escenario de “mundo vacio” (Daly, 1966). Buena parte del debate se centró en qué tipo de propiedad permite un manejo viable de los recursos comunes. Hardin postulaba dos alternativas frente a los bienes que no son de nadie, la propiedad privada como mejor solución y la intervención del Estado. Vemos sin embargo que los ejemplos de bienes públicos -administrados o tutelados por el Estado- que se encuentran sometidos a apropiación y degradación, son numerosos. Parecería que el Estado no es un buen propietario. No solo por ocupaciones ilegales o abusos, caso flagrante de numerosas vías pecuarias,  sino también por errores de gestión, debidos a la escasa implicación y conocimiento directo de la funcionalidad de los recursos y su manejo, con visiones parciales sobre los mismos. Pensemos por ejemplo en actuaciones, algunas de ellas ocurrencias muy poco contrastadas, relacionadas con la prescripción innecesaria de prácticas tradicionales, como  el pastoreo o uso del fuego para control del matorral en pastos de montaña atlántica, o algunas reforestaciones con ausencia de un suelo adecuado, realizadas en espacios de gestión pública, que no se evalúan, comprometen y degradan el patrimonio e impiden  otros usos.
El desapego de la población rural y la secuela de efectos catastróficos, es un ejemplo de que la gestión por parte del estado puede no ser una garantía de éxito. Tampoco lo es el traspaso a propiedad particular de bienes territoriales antes de administración comunal. El riesgo de degradación y sobreexplotación es en este caso elevado como indica la experiencia histórica desde las primeras desamortizaciones, con pocas excepciones. A pesar de ello siguen apareciendo, en épocas de crisis, propuestas de venta de los bienes públicos, considerando que movilizar el capital natural común  (los árboles grandes, la fertilidad del suelo, los sistemas prudentes de uso del agua) es una posibilidad a mano para mejorar la hacienda pública.

El ejemplo de los territorios comunales y el patrimonio colectivo

Por fortuna el debate desde el artículo de Hardin ha cobrado un nuevo aire, situándose en una dimensión científica más acertada, en la que se evalúan con datos los resultados y condiciones de sistemas de gestión compartida con larga historia. Las aportaciones de Elinor Ostrom (Nobel de Economía en 2009) documentando numerosos ejemplos de gestión exitosa y conservativa de los recursos -preferentemente en ámbitos territoriales reducidos: grupos de localidades, comunidades de usuarios, etc- nos permiten escapar del círculo trágico y determinista. Entre los ejemplos que Ostrom analiza se encuentran casos de pastizales alpinos, pesquerías y los sistemas de regulación del riego de las huertas del Levante español (Valencia, Murcia y Alicante). La autora documenta asimismo ejemplos fallidos de sobreexplotación en los que se sobrepasaron los límites que la naturaleza propone para los usos humanos.  De las experiencias positivas pueden deducirse  pautas comunes en los métodos de gestión exitosos, relevantes desde la perspectiva social y cultural, de gobernanza (ver Tabla 1). Estas características del sistema social  comunal de uso de recursos pueden apreciase como requisitos  complementarios de los procesos ecológicos básicos, indicados en los párrafos anteriores, el componente social que es preciso mantener para alcanzar la sostenibilidad fuerte, principalmente ecológica y social, en los usos agrarios (Gómez Sal, 2013 )
Coexistiendo con el proceso monopolizador de la gestión sobre los bienes territoriales de interés público llevada a cabo por parte del Estado, aún han llegado hasta nuestros días, como supervivientes de esta tendencia,  algunos ejemplos de la antigua gestión participativa, en la que el poder de decisión reside en los vecinos (el pueblo en su mejor definición, entonces soberano en la escala local, empoderado se dice ahora en la terminología del desarrollo) organizados en concejo abierto. Además de los ejemplos mencionados relativos a la administración del riego, contamos en España con casos de administración y propiedad comunal de masas forestales (Tierra de pinares entre Soria y Burgos, Comunidad de Albarracín, etc.) de pastizales de montaña (mancomunidades de uso de pastos, extensos territorios regulados por ordenanzas muy probadas -la Campoo-Cabuérniga, valle de Pineda-, parzonerías, aleras forales, facerías, montes vecinales de Galicia y Asturias, entre muchos otros ejemplos) o bien derechos sobre el aprovechamiento de las rastrojeras y el barbecho (derrotas de las mieses) organizados por turnos anuales de cultivo -hazas, hojas-,  en situaciones donde la propiedad de la tierra y de las cosechas ha pasado a ser individual, pero en las que se mantienen regulaciones y propiedad comunal respecto aprovechamiento a las hierbas espontaneas y los ciclos anuales de cultivo. En algunos casos se realiza incluso el reparto pautado entre los vecinos, en forma de “suertes” o  lotes de cosecha de los productos del territorio comunal, y  hasta hace algunas décadas también se repartían parcelas para cultivo itinerante sobre cenizas  - searas-  en el monte,  como  vestigios del antiguo colectivismo agrario  (Martín Galindo, 1987).
Sería ilustrativo comprobar la frecuencia de fenómenos catastróficos en el territorio según el tipo de propiedad y gestión actuales y,  en el caso de aquellos terrenos de gestión pública, estatal o autonómica,  dependiendo también del tipo de propiedad, usos y modelos de gobernanza que mantenían antes de pasar a ser gestionados por el Estado. ¿Por qué la frecuencia de fuegos se localiza casi siempre en determinados territorios? ¿Por qué algunas zonas forestales como las antes citadas de gestión comunal arden muy raramente? 
La eficacia de los sistemas participativos para la gestión y preservación de los recursos, puede probarse  en muchos casos. La Comunidad de Albarracín, formada por la ciudad y  los 22 pueblos de la Sierra,  administra un extenso territorio organizado en forma de retículo que engloba en su interior a los términos municipales. Este espacio de administración muy regulada constituye los montes comunales o “universales”, de la universidad o común de los vecinos (el nombre de Montes Universales aplicado al conjunto del macizo es un topónimo erróneo ) formado por una red de pastizales, arbolados en su mayor parte con dosel de pinar, a modo de un sistema silvopastoral de excepcional interés, que hace compatible la ganadería estante con  la trashumante y otros usos forestales - la “Conquense” es la  única de las Cañadas Reales aún recorrida por algunos rebaños de ovejas y de vacas en toda su extensión-. Junto a las tierras de  la Comunidad se mantienen los comunales de los pueblos, dehesas boyales (bohirías, boalares, son nombres equivalentes que perduran en distintos lugares de España) como la excelente de Griegos, situada a una altitud de 1600 m.

En las Sierras de Aralar, Urbasa y Aizkorrri-Aratz, la gestión comunal permite un aprovechamiento muy ajustado de los pastos por parte de ovejas latxas, y la producción competitiva y viable, con un producto puntero de calidad, el queso Idiazábal. Los pastizales de puerto en la vertiente sur de la cordillera cantábrica (León y Palencia), destinados desde tiempos remotos a la trashumancia de merinas, son bienes de propios pertenecientes a los pueblos, arrendados cada año a ganaderos foráneos. En ellos encontramos ejemplos de cómo los cambios en las pautas de explotación (la sustitución de ovejas por vacas y ausencia de pastoreo dirigido), puede tener efectos negativos (matorralización o erosión según zonas) sobre la composición de la hierba (Gómez Sal y Rodríguez Pascual, 1992).
El monocultivo con usos simplificados amenaza a los territorios que aun mantienen la propiedad y usos comunales. Solo vacas, solo caballos, solo caza, animales cada vez más grandes, con mayor impacto sobre los suelos y dificultades para desplazarse. El pastoreo libre sustituye a cualquier tipo de manejo.  Como contraste, en lugares donde la legislación conservacionista se aplica de forma estricta como es el caso de la prohibición del pastoreo y el fugo de superficie que hemos comentado se genera  un conflicto donde los pastores son tratados como pirómanos y  el efectivo de ovejas xaldas en Asturias se derrumba por falta de recursos pastables, acompañado si no se remedia por las culturas y productos de calidad que lo mantenían. Un verdadero desastre cuya solución requiere voluntad de entender cómo funciona la naturaleza humanizada y los recursos generados por el manejo humano, aun tratándose de espacios con la categoría de Parque Nacional. Es la consecuencia de no haber identificado claramente qué es lo que queremos conservar, cuando la legislación actual precisamente lo haría posible. Tal vez el completo desarrollo del Inventario que contempla la Ley 42/2007 ayude a ello.

 Por otra parte se presenta ahora como una novedad en la gestión forestal el aplicar algún pastoreo para la prevención del fuego en zonas forestales cuando desde el ámbito científico se viene reclamando desde hace tiempo la necesidad de este proceso ecológico insustituible. Resulta chocante que haya que pagar ahora por el pastoreo en los montes sometidos a gestión pública, cuando la herbivoría, pastoreo/ramoneo, ha sido práctica habitual en todos los territorios en los que la participación vecinal ha persistido y que sería posible recuperar con facilidad. Entre tanto más del 80 % de las razas ganaderas autóctonas se encuentran amenazadas de extinción, cuando han sido la herramienta precisa para el mantenimiento de los paisajes culturales, cuyo origen se asocia en buena medida a dichas razas, como un binomio interactivo (el número 98 de Ambienta, recoge los resultados de la Evaluación de los Servicios de los Ecosistemas en  España).
Beneficios cercanos, tangibles, con participación del pueblo, de los vecinos, a través del común,  la propiedad  en la que se sentían propietarios y reconocidos, por herencia cultural e histórica. ¿Estaremos aún a tiempo de aprender de estas prácticas y su significado para facilitar la gestión sostenible? Recoger y sistematizar sus enseñanzas ecológicas, sociales y culturales, de gobernanza, manteniendo el tipo de propiedad comunal y recuperando siempre que sea posible la gestión comunal y participación, parece necesario.
No olvidemos que las propuestas más avanzadas en conservación de la naturaleza no se enfocan ya a las especies amenazadas ni a los ecosistemas más o menos íntegros o valiosos, sino a los procesos naturales que son responsables de mantener ambos. Asimismo tiende a reconocerse ya con todas sus consecuencias el papel de los seres humanos, entendiendo que es su actividad creativa la que está detrás del origen de nuevos recursos naturales o seminaturales, la que ha hecho posible algunas de las configuraciones de la naturaleza más valiosas. De este enfoque pueden deducirse enseñanzas útiles para avanzar hacia la imprescindible sostenibilidad ecológica, en la que los objetivos sociales y el compromiso con la tierra y sus recursos, deben orientar esencialmente las actuaciones  humanas.

Tabla 1. Principios de diseño característicos de las instituciones de larga duración en la gestión de los Recursos de Uso Común, según Ostrom (1990). El análisis de experiencias exitosas permite a la autora deducir características comunes de tipo social y cultural, gobernanza participativa, condición para evitar el esquilme y degradación de los bienes comunes y quizás también los bienes públicos de tipo territorial, con los ajustes necesarios de escala. Por “apropiadores” debe entenderse aquellos que aprovechan directamente el recurso: el agua para riego, los pastizales, la producción forestal, etc. 
1.- Límites claramente definidos.       Los individuos o familias con derechos para extraer unidades de recurso del RUC deben estar claramente definidos, al igual que los límites del recurso.  
2.-Coherencia entre las reglas de apropiación y provisión con las condiciones locales.      Las reglas de apropiación que restringen el tiempo, el lugar, la tecnología y la cantidad de unidades de recurso, se relacionan con las condiciones locales y con las reglas de provisión que exigen trabajo, material y dinero o ambos.  
3.- Arreglos de elección colectiva.      La mayoría de los individuos afectados por las reglas operativas pueden participar en su modificación.  
4.- Supervisión.       Los supervisores que vigilan de manera activa las condiciones del RUC y el comportamiento de los apropiadores, son responsables ante ellos o bien son apropiadores.  
5.- Sanciones graduadas.      Las apropiadores que violan las reglas operativas reciben sanciones graduadas (dependiendo de la gravedad y del contexto de la infracción) por parte de otros apropiadores, funcionarios correspondientes, o de ambos.  
6.- Mecanismos para la resolución de conflictos.       Los apropiadores y sus autoridades tienen un acceso rápido a instancias locales para resolver conflictos entre los apropiadores o entre estos y los funcionarios a bajo costo.  
7.- Reconocimiento mínimo de derechos de organización.      Los derechos de los apropiadores a construir sus propias instituciones no son cuestionados por autoridades gubernamentales externas.
Para RUC que forman parte de sistemas más amplios  
8.- Entidades anidadas. (nested en inglés. Encajadas unas en otras) Las actividades de apropiación, provisión, supervisión, aplicación de las normas, resolución de conflictos y gestión, se organizan en múltiples niveles de entidades incrustadas.


Referencias bibliográficas

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Texto y fotos: Antonio Gómez Sal
Catedrático de Ecología

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