La
función protectora de los montes (en este caso hablaríamos de
“servicios de regulación”) se plantea asimismo en una etapa temprana,
entrando en la legislación a partir de 1869
ECOticias.
LA TUTELA ESTATAL SOBRE LOS MONTES, SUS SERVICIOS Y LO QUE AHORA LLAMAMOS ECOSISTEMAS
El origen de la intervención del
Estado en el establecimiento de una red de salvaguarda de los procesos
naturales que actúan sobre el suministro de servicios de los ecosistemas
para el conjunto de la población de España - servicios que según la
clasificación establecida por Millennium Ecosystem Assessment
(2005), son, entre otros, de abastecimiento-, puede rastrearse en la
historia del Catalogo de Montes de Utilidad Pública. Su definición
procede de los bienes territoriales que la Ley de 1855 (desamortización
civil) consideraba que debían reservarse al servicio del Estado, por su
valor estratégico principalmente a favor de objetivos de producción
(industria naval, madera, etc.). Se pretendía así evitar los efectos
negativos que, en función de las experiencias anteriores, cabía esperar
de la privatización de bienes de titularidad pública.
La función protectora de los
montes (en este caso hablaríamos de “servicios de regulación”) se
plantea asimismo en una etapa temprana, entrando en la legislación a
partir de 1869, cuando se actualizan los criterios de inclusión de
montes en el mencionado Catálogo (hasta entonces solo serían incluidos
en función de la cabida y la especie forestal -pinos, robles y hayas- (Mangas, 2013). Incluirá también a partir de entonces “las
masas de arbolado y terrenos forestales que por sus condiciones de
suelo y de área sea necesario mantener poblados o repoblar de vegetación
arbórea forestal para garantir, por su influencia física en el país o
en las comarcas naturales donde tengan su asiento, la salubridad
pública, el mejor régimen de las aguas, la seguridad de los terrenos o
la fertilidad de las tierras destinadas a la agricultura”
Del Catalogo de Montes de Utilidad
Pública, publicado finalmente en 1901 y la consecuente acción tutelar
del estado, escaparon los montes de titularidad privada, pero la Ley de
1908, establece los casos en los que los terrenos pueden repoblarse
cualquiera que sea su dueño: “los existentes en las cabeceras de
cuencas hidrográficas, los que sirvan para regular eficazmente las
grandes alteraciones del régimen de las aguas llovidas, los que eviten
desprendimientos de tierras o rocas, la formación de dunas, etc.,…, los
que saneen parajes pantanosos, los que por su aprovechamiento regular
sirvan para hacer permanentes las condiciones higiénicas y económicas
de los pueblos comarcanos”. De esta forma los propietarios de este tipo de terrenos “no catalogados, situados en zonas protectoras” quedan sometidos a los preceptos de dicha Ley de Conservación y Repoblación de Montes y pueden acogerse a sus beneficios.
Por esta vía podrán ser
intervenidos los extensos territorios que se mantenían bajo propiedad
comunal, bienes de propios de los pueblos, vecinales, de
mancomunidades, etc. Según señala José Manuel Mangas en el artículo
citado, la denominación de protectores se reservará por
reduccionismo para los montes particulares (de carácter privado,
personas individuales o colectivas) con funciones de utilidad pública.
En 1922 se crea un Servicio para establecer el catálogo de montes
protectores, cuya labor solo llegó a completarse para cuatro provincias
al quedar interrumpida por la guerra. La denominación se mantiene no
obstante en la Ley de Montes de 1957 y en la creación del Instituto
Nacional de Conservación de la Naturaleza en 1971, al que se encomienda
formalmente su tutela, si bien a falta de la “confección de las relaciones de Montes Protectores”.
Se trata de un tema pendiente, recogido y recordado de forma continua
en la legislación estatal pero que no se acaba de concretar. La ley
forestal más reciente, 10/2006, discrimina con escaso entusiasmo - a
juzgar por la exigua atención que reciben- entre los montes protectores (para los que se mantienen sin cambios los criterios originales) y los montes con otras figuras de protección (referencia
a los espacios que derivan de la prolija legislación
conservacionista, consecuencia ya de las transferencias a las
Comunidades Autónomas), lo que lleva a la coexistencia, al menos en
teoría -pocas comunidades, han legislado sobre montes protectores-, de
dos redes territoriales de conservación de la naturaleza, entendida
ya sea como patrimonio natural, biodiversidad, procesos ecológicos o
como servicios de regulación/protección de procesos, según el énfasis
que en cada caso se adopte.
La necesidad de una planificación integral
Teniendo en cuenta que la Red
Natura 2000, que incluye el total de los espacios naturales
protegidos, se ocupa ya con legislación específica de una superficie
próxima al 27,3 % del territorio español, unos 15 millones de
hectáreas, ¿Qué es lo que les queda por proteger a los montes
protectores, cuya identificación está, por otra parte, aún por
realizar? ¿No hubiese sido más conveniente avanzar hacia una
consideración conjunta de la conservación de la naturaleza, que
incluyese tanto los objetivos finalistas de biodiversidad -especies,
ecosistemas- bien asentados en la Red Natura 2000, como la preservación
de los procesos naturales, ecológicos, que actúan en escalas
territoriales amplias y que, en definitiva, fueron el objetivo de la
figura, avanzada para la época en que fue formulada, de montes
protectores?
Pensamos que las propuestas
actuales de planificación para sostenibilidad y adaptación al cambio
climático demandarían una planificación integrada que unificase ambos
criterios.
Hemos visto cómo la línea de
acción tutelar y reguladora del Estado sobre el territorio con objeto
de preservar servicios de interés general, puede describirse a través
de la evolución desde los Montes de Utilidad Pública hasta los Espacios
Naturales Protegidos, pasando por la figura puente, aplazada y no
resuelta, de los Montes Protectores. Como señala José Manuel Mangas
(op.cit), “la legislación vigente, dejando aparte los buenos
propósitos no ha estado a la altura de las circunstancias en el
tratamiento de los montes protectores, pues si la Ley de Montes de 2003
se ocupaba de ellos de forma corta y timorata, la Ley de 2006 lo hace
de forma desmesurada y confusa”. El propósito que, ya en 1901, se
establece para estos territorios de preservar las cabeceras de cuencas,
regular el régimen de infiltración de las aguas, evitar en lo posible
los deslizamientos de ladera, la erosión provocada por sobrexplotación,
etc., dirige dicha figura hacia una línea argumental que fácilmente
puede enlazarse con los criterios más actuales de conservación: no
defender solo componentes del patrimonio natural, sino mantener los
procesos de los que depende su presencia y abundancia, argumentándolo a
través de los servicios que los ecosistemas proporcionan para el
bienestar de la población y con objeto de encontrar el compromiso
necesario para sostenibilidad de los usos humanos. La idea de los montes
protectores incluye principios que encajan bien en este enfoque…”los montes que por su aprovechamiento regular -diríamos ahora sostenible- sirvan para hacer permanentes las condiciones higiénicas - saludables, productos de calidad, regulación de climas locales, diversidad- y económicas de los pueblos comarcanos -incide
en la escala local del desarrollo, un aspecto poco considerado que es
causa frecuente de conflictos en la gestión de los bienes públicos- .
En cierto modo esta figura recogía una visión más integral de la
naturaleza y papel de regulación, que la de las figuras habituales de
conservación. Un objetivo más completo, asegurar procesos básicos como
el ciclo del agua, la fertilidad y formación de los suelos, la
capacidad de la vegetación para influir en los climas locales
(condensación de agua, transpiración). Su estructura territorial en
red, complementando a los MUP nos acerca a un esquema deseable, una
“red básica e integrada de patrimonio natural”, que la Red Natura
2000, por su estructura fragmentada (suma de piezas de distinto origen,
procedentes de criterios distintos) y su objetivo en torno a los
espacios naturales protegidos no permite por si sola constituir.
Hemos tratado hasta ahora de una
línea de gestión (MUP, montes protectores y espacios protegidos) en la
que el Estado es protagonista, ya sea directamente o a través de sus
representantes las comunidades autónomas y en algunos casos los
municipios. Se trata de una visión intervencionista o ilustrada de la
naturaleza y su gestión cuyas raíces se encuentran en la revolución
liberal de siglo XIX. ¿Debería cambiar para responder a las demandas
actuales? Es posible que algunas de las razones de fondo que
determinan el actual desapego y la falta de compromiso de buena parte de
la población rural con los territorios de titularidad o gestión
pública, procedan de carencias importantes en el modelo.
NATURALEZA HUMANIZADA. ¿ES YA NECESARIO UN NUEVO MODELO DE GOBERNANZA?
¿Hasta qué punto son compatibles los usos humanos con las funciones de protección y especialmente en los espacios/montes de propiedad privada -particular o colectiva-?
Para responder a esta pregunta
debemos situarnos en el contexto de la legislación actual sobre
conservación de la naturaleza en España. En un artículo reciente (Gómez
Sal, 2011) que seguiré en parte para los argumentos que expongo a
continuación, celebraba que la idea de
patrimonio natural figurase ya, junto con la más acotada de
biodiversidad, en el título de la Ley que se ocupa de la conservación de
la naturaleza, aprobada en 2007. Indicaba también que el conjunto de
leyes que acompañaron a la citada (las de Desarrollo Sostenible en el
Medio Rural, Convenio Europeo del Paisaje, la misma modificación de la
Ley de Montes de 2006) despertó sin embargo expectativas que el escaso
avance en su aplicación y coordinación, han acabado por defraudar.
Después de cinco años se impone la impresión de que este nuevo enfoque -
una visión más completa de las funciones del espacio rural/natural que
incluye ya los “servicios culturales”, el tercer gran bloque que
faltaría en la línea argumental del MEA antes comentada- no termina de
ocupar el lugar y alcance al que parecía estar abocado.
La importancia de establecer qué
es lo que la sociedad considera que constituye su Patrimonio Natural,
va más allá de los objetivos más o menos convencionales de
conservación, ordenación y catalogación, y debería servir de rasero o
nivel de exigencia para ajustar las políticas de gestión de los bienes
territoriales públicos y coordinarlas con la estrategia de avance en
hacia la sostenibilidad de los usos humanos y de adaptación a los
cambios globales (Gómez Sal, 2009). Será sostenible aquello que no
afecte al patrimonio -bienes de orden superior- que la sociedad ha
decidido preservar. Identificar lo que por Ley se considera como no
mercadeable, lo que debe transmitirse a las generaciones futuras -los
elementos y procesos clave, los saberes acerca de los recursos, en buena
medida un patrimonio cultural ya que afecta a las formas de
relacionarse entre las personas y de éstas con los recursos- y respecto a
lo cual existe una voluntad efectiva -jurídica y técnica- de
salvaguarda (gestión conservacionista, adaptativa) nos señalaría los
límites que no pueden rebasarse en los sistemas de uso de recursos.
Seguramente,
de haber contado antes con una legislación bien establecida y efectiva
sobre el patrimonio, podría haberse evitado la destrucción de paisajes
valiosos -en áreas sensibles que han sido invadidas, sin apenas
crítica, por instalaciones energéticas, la degradación de los
ecosistemas forestales a pesar del aparente incremento de su
extensión-, la ocupación de las zonas costeras a pesar de ser
superficie declarada como protegida, y propiciar un modelo de
desarrollo más sensible con las posibilidades reales que ofrecen los
ecosistemas.
El control de la estructura, la resiliencia y las funciones de regulación
El actual marco legislativo
sugiere la necesidad de repensar con cierta perspectiva las ideas que
han venido alentando la gestión de las áreas forestales - MUP, montes
protectores- y su posible papel en una política integrada de gestión de
patrimonio natural, incluyendo la biodiversidad.
Como
indicador de que algo falla, los datos del Ministerio (MAGRAMA)
muestran que 3,2 millones de hectáreas han ardido entre 1987-2005, 860
000 ha en el periodo 2000-2005 (Prieto et al. 2011). Otros efectos menos
aparentes, el abandono de los usos agrarios, la matorralización, la
perdida de suelos y de su capacidad productiva, la fertilidad y
diversidad del espacio agrario, con sus consecuencias sobre los paisajes
más valiosos, no están contabilizados. Es habitual reclamar más
medios para la prevención y el combate y situar en ello la principal
estrategia. Incluso señalar al cambio climático o a las características
del verano en el ámbito mediterráneo como la principal causa de fondo,
con independencia del desencadenante que lo provoque, cómo si los
incendios forestales fuesen debidos principalmente a un fenómeno, sin
duda importante a escala planetaria -merecedor de atención y seguimiento
también en escalas locales-, pero cuyos efectos sobre los bosques en
nuestro país quedan en un segundo plano, enmascarados en gran medida por
los que derivan de los formidables cambios en los usos de la tierra
que ocurrieron a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo.
¿Cómo
ignorar la caída generalizada en la vigilancia y aprecio que la
población rural siente respecto a unos recursos que ya no considera
propios? Muchos montes, antaño controlados por sociedades vecinales y
sometidos a una gestión comunal prudente y regulada, que incluía los
usos ganaderos, han cambiado profundamente su estructura y composición
específica. El abandono de la actividad agraria, unido al comportamiento
descuidado del ciudadano medio, que considera los montes como espacios
de ocio, animados con frecuencia por los caminos que facilitan el
acceso motorizado, ha terminado por transformar numerosas zonas
montaraces en áreas de riesgo.
esta península, en su mayor
parte mediterránea, a ser previsores en la administración de sus
recursos— la culpa de los problemas, cuando es notorio que abundan en
nuestro país las soluciones excelentes y antiguas de adaptación de los
sistemas de producción agraria (agrícola, ganadera, forestal) a la
inconstancia meteorológica. Contar con un socorrido y poderoso enemigo
externo, el cambio climático, no ayudará a solucionar errores en la
gestión que pueden estar en la base de los efectos catastróficos.
La
despoblación del mundo rural, especialmente abrupta en las comarcas de
clima más continental, ha ocurrido sin una planificación adecuada que
hubiese permitido reorientar la gestión del valioso acervo de
ecosistemas (forestales, silvopastorales, pastizales, cultivos leñosos,
praderías, campos agrícolas) acostumbrados a convivir con una
sustancial atención humana. La gestión de estos recursos estuvo regida
por saberes y normas muy probados, fue la responsable del legado de
paisajes, agrobiodiversidad e incluso de la preservación de buena parte
de las especies de fauna y flora silvestre y comunidades bióticas que
han llegado hasta nuestros días, la naturaleza domesticada que hemos
heredado.
A
pesar de que el aprecio por el paisaje humanizado y la sensibilidad
respecto a la protección de la naturaleza cuenta en España con
antecedentes cultos que se remontan a los primeros años del pasado
siglo, la conciencia más general sobre el valor que este patrimonio,
cultural y natural al tiempo (servicios de regulación y culturales de
los agroecosistemas), representa para nuestro país, solo comienza a
extenderse en los últimos años.
Sin
duda ha influido en dicho retraso la propaganda peyorativa frente a lo
rural —a diferencia de lo que ya ocurre desde hace varias décadas en
los países del centro y norte de Europa, que valoran y prestigian su
raíz agrícola y los paisajes asociados a ella— y las políticas de
repoblación forestal con fines prioritarios de producción, impulsadas
por los imperativos políticos y económicos de aquellos tiempos, que
convirtieron comarcas enteras en desiertos demográficos con pinos. Entre
sus efectos se cuenta el haber transferido a la gestión exclusiva del
Estado recursos que eran de uso comunal y sobre los que aldeas y
sociedades vecinales realizaban un aprovechamiento cuidadoso y cercano.
También han influido, especialmente entre los habitantes de las
ciudades, algunas visiones conservacionistas que identificaron lo
natural con lo silvestre, con exclusión de los usos humanos, lo que
conduce a una política de conservación basada en “santuarios” de
naturaleza, que solo se justifica en contadas ocasiones. Es llamativo
que la reacción de las poblaciones rurales frente a la acción del estado
- incluyendo la gestión autonómica- haya sido igualmente contraria
hasta hace pocos años y en la mayoría de los casos, tanto a las
políticas forestales como a las de conservación de la naturaleza. Sin
embargo aunque estos enfoques monotemáticos y excluyentes de los
montes, también de los espacios protegidos, estén en teoría ya
superados, en su administración siguen pesando visiones o actitudes
verticales que alejan a estos territorios, el ámbito rural/natural, del
nuevo papel de patrimonio y multifunción que están llamados a
desempeñar.
Argumentos que pueden ayudar a encontrar soluciones. Preservar las funciones básicas de regulación en los ecosistemas
Como ya hemos indicado, la
definición de un nuevo modelo de gestión de los patrimonios
territoriales (públicos y privados) requiere en primer lugar dedicar una
especial atención a la preservación de procesos naturales básicos para
el buen funcionamiento de los ecosistemas. El acierto y la viabilidad
de la trasformación de la naturaleza con fines de producción agraria en
las culturas rurales tradicionales (entre ellas las de gestión
colectiva), dependían de saber interpretar estos procesos e incorporar
en la práctica su preservación. Este es el componente natural
indispensable para las sostenibilidad de los usos humanos, que junto con
el componente social constituyen la primera condición.
Intentando
compaginar la visión científica con la divulgación, expondré algunas
premisas sobre los procesos que se mantienen activos en la naturaleza
espontánea, y que deben preservarse en la gestión de los ecosistemas
agrarios, incluidos los forestales:
a)
Corresponde al suelo natural el papel de mantener y regular las
reservas de fertilidad, agua, semillas y otros medios de propagación (de
plantas, animales, vida microbiana) que aseguran la viabilidad y
vitalidad de los ecosistemas. Si admitimos el símil de considerar a
éstos como entidades orgánicas en su funcionamiento, con interacciones y
transferencias variadas que dan coherencia al conjunto, el suelo sería
a la vez un digestor —metaboliza, recicla, moviliza nutrientes— y una
unidad clave de regulación —contiene códigos y mensajes, actividad
enzimática, complejos órgano-minerales, el agua y la disponibilidad de
nutrientes determinan el vigor, la capacidad productiva de la
vegetación, el pulso del ecosistema—. Su importancia es esencial; si el
suelo no existe, se ha degradado o ha dejado de ser funcional, la
recuperación del ecosistema
tras una perturbación más o menos recurrente, llega a ser imposible.
Solo en una escala reducida, con insumos importantes desde el exterior y
como un empeño principalmente pedagógico o demostrativo, la
restauración de los ecosistemas una vez que han perdido su suelo, podría
efectuarse. Puede afirmarse que la restauración a gran escala de
ecosistemas naturales complejos cuando han perdido el suelo funcional es
imposible en el horizonte de vida humana, mejor conviene entender y
administrar lo que tenemos.
b)
La evolución ha dotado a la naturaleza de un recurso básico con el que
afrontar y responder a cambios imprevistos y sus posibles
consecuencias catastróficas: la biodiversidad. Si actualmente no se
duda de su trascendencia y existen compromisos internacionales para su
preservación, no es tanto por un afán detallista de mantener intacto el
legado evolutivo— todas las especies, los genes, los ecosistemas—,
sino porque científicamente se conoce suficiente sobre su función
reguladora de la integridad y estabilidad en la naturaleza.
c)
En los ecosistemas naturales, hay que recordarlo, coexisten animales y
plantas —también hongos, bacterias—, por citar solo los componentes
más activos y esenciales de su dinámica biológica. De hecho han
evolucionado juntos, unos en función de los otros, podríamos decir que
se necesitan. Las diferentes especies de plantas tienen numerosas
características morfológicas, estructurales, funcionales que sólo se
explican al considerar los animales con los que han interaccionado en
su evolución. Sirvan como ejemplo los que las polinizan, los que
dispersan sus semillas o los que consumen periódicamente su biomasa.
Muchas especies vegetales, tanto herbáceas, como arbustos y árboles,
necesitan el pastoreo y obtienen ventajas de la poda sistemática y la
fertilización que les proporcionan los animales pastadores. Se olvida
con demasiada frecuencia que los ecosistemas terrestres cuentan con su
cuota precisa de herbívoros consumidores de follaje y pasto (las
distintas especies de pastadores/ramoneadores cumplen funciones también
diferentes), que a su vez fertilizan y ayudan a mantener el suelo
productivo, lo enriquecen así en bacterias, que alimentan la importante
función de las lombrices (aireación, agregación, infiltración del
agua).
d)
La cultura rural tradicional, con un objetivo principalmente agrario,
encontró numerosas soluciones que permitieron hacer compatible la
obtención de bienes con la capacidad de la naturaleza para aportar
servicios para el bienestar humano de forma indefinida. Con dicho
objetivo se modificó la composición y la estructura de los ecosistemas,
favoreciendo a un buen número de especies, seleccionadas en función de
su adaptación al manejo humano y la mayor productividad que se
demandaba. Otras por el contrario vieron disminuida su abundancia y
papel en la naturaleza domesticada. La actuación de los seres humanos en
este proceso —no siempre, no en todos los ambientes, pero la colección
de buenos ejemplos es muy rica—, fue acompañada de amplias dosis de
sensatez, precaución, ensayos controlados y corrección de errores. El
imperativo subyacente a dicha intervención prudente, basada
esencialmente en la modificación y control de la estructura de los
ecosistemas para ganar así resiliencia -capacidad de recuperación y
respuesta frente a los cambios-, fue la necesidad ineludible de mantener
los procesos ecológicos básicos que sustentan la productividad,
ejerciendo el ser humano de vigilante y propiciador activo de los
mismos. Podríamos decir que la modificación de los ecosistemas se
realizó con una vocación inherente de sostenibilidad, entendida en su
acepción más exigente, la conocida como sostenibilidad ecológica o
fuerte, podríamos también llamarla ecosocial.
El
rico legado de conocimientos sobre el buen uso de los recursos
naturales generado en dicho proceso agoniza en nuestro mundo rural, se
pierde antes incluso que los recursos mismos, cuya creación o modulación
por parte del hombre motivó la aparición de dichos y saberes. Este
legado, —incluido también como un componente del Inventario del
Patrimonio Natural en la Ley antes mencionada, pendiente de concretar—,
puede aún reconocerse en la configuración de algunos sistemas
forestales conformados por el uso comunal (Soria, Albarracín, etc.), en
las prácticas e infraestructuras seminaturales al servicio la ganadería
extensiva reguladas por mancomunidades de pastos o en los acendrados
sistemas de regulación del riego frecuentes en el levante español y
otras zonas de regadío tradicional. Se trata una cultura heredera de la
que diseñó la huerta mediterránea, las dehesas de encinas, los olivares
bien ubicados y conservadores de suelo y fertilidad —un caso raro de
ver actualmente—, la pradería atlántica o la organización minuciosa del
paisaje de policultivo en las montañas del norte y el noroeste, tan
amenazado en el presente.
Entender
la naturaleza ibérica exige reconocer el papel esencial que un manejo
humano experto tuvo en el origen de sus agroecosistemas más originales.
Llevan consigo la previsión y el seguro de vida para afrontar los años
de escasez.
No
siempre las especies de árboles que dominan en las nuevas formulas
definidas por la gestión humana son las mismas que eran frecuentes en la
naturaleza original. Los ecosistemas modificados con un objetivo de
producción especializado —caso por ejemplo de los pinares resineros—,
apenas cuentan con regulación natural; el suelo funcional es casi
inexistente, su configuración frágil, sin apenas diversidad arbórea, los
aleja de esa posibilidad. Dependen por ello en grado sumo de la
atención humana. Aunque el tiempo y el buen manejo lleguen a dotarles de
un considerable valor natural, requieren gestión cercana y cuidadosa.
Al
crear nuevos modelos de naturaleza, los seres humanos nos hacemos
responsables de mantener sus equilibrios. La gestión en muchos
ecosistemas de nuestro país incluía una alta participación de la
ganadería. Se trata del mejor medio para aprovechar la riqueza dispersa
de pastos de producción escasa e inconstante —de nuevo la condición
climática— que a la vez cumple la función de eliminar el exceso de
biomasa combustible y vigorizar el suelo. La extracción de leña, la
caza, las colmenas, y en algunos casos la recolección de setas y frutos,
completaban lo esencial de los usos del monte.
Por
las razones que se han mencionado los bosques naturales y los
seminaturales derivados del uso tradicional, arden con dificultad y
restañan con rapidez sus heridas. Están de hecho preparados para
afrontar el fuego ocasional, como fenómeno posible en el marco de los
sistemas climáticos donde se han formado. Un suelo rico en propágulos,
favorece la recuperación y el fuerte rebrote, en especial de las cepas
nativas de árboles y matorral.
En
la actualidad, la escasa rentabilidad de la explotación maderera y los
nuevos planteamientos respecto al enfoque y objetivos que parece
adoptar la conservación de la naturaleza, obligan a valorar en mayor
medida los servicios que prestan los sistemas forestales que el valor
directo o de consumo de los bienes que aportan.
Parece
por ello conveniente avanzar hacia una gestión más plural que recupere
los procesos naturales, dotando al bosque (en general los montes y el
conjunto del ámbito rural) de mayor autonomía y estabilidad
(integridad) para afrontar al riesgo ambiental. Seguramente será
necesario reconducir las plantaciones monotemáticas —con un suelo
colapsado por la acumulación de hojarasca— hacia sistemas con mayor
participación de otras especies, en las que los pinos vayan cediendo en
frecuencia y ganando en vigor y altura. Abrir los pinares artificiales
densos hasta conseguir configuraciones viables, favorecer en sus
claros la implantación de los árboles y el matorral nativos de cada
zona, permitirá también recuperar el papel del pastoreo con sentido
estratégico —un futuro para muchas razas de ganado autóctonas hoy en
extinción—.
Algunos
conflictos generados por el uso del fuego de superficie en pastizales
de montaña atlántica ilustran el peligro de caer en simplificaciones y
la necesidad de una gestión adaptativa y experta. Se trata de una
práctica que está en la base de las culturas pecuarias de ovejas
(xaldas, latxas, carranzanas, etc) progresivamente especializadas en
producción lechera. El pastoreo de este tipo de ovejas resulta ineficaz
para limitar la pujante expansión de los brezos, árgomas y helecho. Se
da sin embargo el caso chocante de que determinadas legislaciones
regionales y estatales supuestamente conservacionistas (¿del paisaje, de
los recursos, solo de determinadas especies de fauna?) limitan
fuertemente el pastoreo, con legislación en contra del fuego de
superficie que ha llevado incluso a la cárcel a algunos pastores.
Curiosamente el malestar que causa esta gestión, está sin embargo muy
superada en regiones como los Pirineos franceses o los brezales de
Escocia, donde el fuego estratégico se realiza por parte de los
interesados de forma periódica, muy regulada, que cuenta con el apoyo y
participación de las administraciones.
Consolidar y proyectar el patrimonio natural. Referencia para la sostenibilidad
El análisis de los servicios que
prestan los ecosistemas de España y en particular de la dinámica de los
agroecositemas y paisajes agrarios (EME, 2012) revela que el territorio
tiende a escindirse en dos áreas de vocación definida (con objetivo
finalista, bien establecido), entre las que va quedando un extenso
territorio sobre cuyo futuro planean notables interrogantes. Las dos
primeras áreas son por una parte el espacio urbano/industrial
(incluyendo en él las infraestructuras, industria, transporte y
agricultura industrial) y por otra los espacios protegidos. Entre ellas
un territorio rural, dependiente de apoyos, subvenciones y de las
políticas de desarrollo de la UE, que sólo en escasa medida se beneficia
de la tutela conservacionista (las Reservas de la Biosfera pueden ser
un ejemplo).
Entre
los paisajes que forman este espacio encontramos configuraciones
originales, adaptadas, muchas de ellas con notables atributos de
integridad, biodiversidad y resiliencia ecocultural, merecedoras de ser
consideradas como Sistemas Ingeniosos del Patrimonio Agrícola Mundial
según la categoría establecida por FAO. En la actualidad requieren en
general apoyos para su viabilidad y en buena medida poseen recursos y
elementos que serían objetivo de la Ley 42/2007. Cuentan en este
inventario los paisajes dominados por elementos leñosos (silvopastorales
de muy distinto tipo, olivares, viñedos), los pastizales de uso
extensivo, principalmente de montaña, y los sistemas agrarios basados en
el manejo de la biodiversidad (mosaicos de parcelas con usos diversos,
manteniendo con frecuencia un retículo estructural de cercos vivos y
considerable valor de conservación, terrazas, los antiguos paisajes de
regadío, frutales y huerta).
Este
conjunto de agroecosistemas, junto con los de tipo más intensivo o
industrial, mantienen con eficacia los servicios de abastecimiento de
alimentos para la población española, con un superávit especializado
destinado al mercado exterior. Sin embargo la falta de una política
estable y previsible de desarrollo rural, está debilitando los servicios
de regulación que también prestan esos ecosistemas. Frente a ello, se
aprecia una demanda creciente de servicios culturales por parte de la
población urbana, a la que sólo a medias es capaz de responder un mundo
rural muy mermado en efectivos e iniciativa.
En asegurar las funciones
ecológicas de regulación (resiliencia, diversidad, integridad),
—denominadas servicios en el esquema conceptual de la Evaluación de los
Ecosistemas del Milenio en España— reforzando al tiempo la capacidad
de responder a las demandas culturales (educación, disfrute de la
naturaleza y los recursos, etc.) y manteniendo el abastecimiento,
radica a grandes rasgos el desafío de gestión que se plantea sobre las
áreas rurales. La situación económica actual podría ser propicia para
un cambio de tendencia y planificar para un medio rural más vivo.
Tal
como se analiza con detalle en el presente número de la revista
Ambienta, España cuenta con un conjunto de bienes públicos de base
territorial, excepcional por su extensión y ubicación estratégica. Las
riberas fluviales, los humedales, la sorprendente red de vías pecuarias,
junto con las diferentes categorías de montes vecinales, de utilidad
pública y otras tramas naturales, de agroecosistemas y paisajes
relevantes deben jugar un papel especialmente activo y de fondo en las
políticas de conservación. El conjunto reúne los mimbres esenciales para
constituir una red básica de patrimonio natural territorial, que
debería ser establecida con criterios científicos —dotando de
funcionalidad ecológica y efectividad a los fragmentos que reúne la red
Natura 2000— . Para ello resulta de interés retomar la figura de montes
protectores que se mantiene en la legislación forestal a pesar de no
haber sido desarrollada e incluir también la idea de paisajes
culturales, como componentes que pueden contribuir a conservar los
procesos ecológicos esenciales que antes hemos señalado. Entender la
naturaleza ibérica en lo que tiene de herencia cultural diversa e
implicación humana, por ello rica en valores y propuestas que la hacen
singular y variada en el contexto europeo, es un requisito
imprescindible para una política de gestión y conservación destinada al
medio rural/natural que prestigie a nuestro país y responda con
coherencia a los objetivos marcados por nuestra reciente legislación
conservacionista.
LA NECESIDAD DE UNA GESTIÓN CERCANA Y PARTICIPATIVA. ENSEÑANZAS DE LA PROPIEDAD COMUNAL
En función de lo expuesto hasta
ahora podríamos caracterizar la problemática actual de gestión del
espacio rural/natural en España por las siguientes circunstancias:
- El territorio se polariza en dos
conjuntos con objetivos bien definidos y entre ellos un extenso ámbito
rural/natural—el amplio territorio intermedio entre los espacios
protegidos y las ciudades, que comentábamos— cuyo destino es incierto y
problemático, lleno de vaguedades, carente de metas claras sobre las
funciones que debe desempeñar.
- La nueva legislación de
desarrollo rural (Ley 45/2007) apenas se ha aplicado. En referencia a
la legislación forestal José Manuel Mangas (op.cit.) señala
conveniencia de someter a revisión la Ley básica de Montes, como
ocasión para promulgar una norma que “por encima de miedos internos
y modas externas, implique decisivamente a la política forestal en la
ordenación de nuestra maltratada geografía”.
-Redes integradas de conservación
de la biota y los ecosistemas (el fundamento de la red Natura 2000)
deberían complementarse con redes que cumplan otros objetivos. Montes
protectores, Convenio Europeo del Paisaje, Paisajes Productivos
Ejemplares (FAO). El objetivo es preservar procesos, una contribución a
la sostenibilidad de los usos a escala amplia.
-Se aprecia un notable aumento de
la demanda de servicios de calidad desde las ciudades. Una visión
multifuncional se consolida. Productos sanos, naturaleza acogedora,
diversa y accesible, paisajes de calidad, poblados, a la vez que lugares
remotos, para descubrir. Según el esquema EME (2012) se pide de forma
creciente a los agroecosistemas servicios culturales y abastecimiento
tradicional, mientras que las funciones naturales (servicios) de
regulación se debilitan.
- La normativa excesivamente
cambiante (precios de los productos, prioridades del país y de la U.E)
dificulta marcos de referencia estables para la organización de los
campesinos, que han perdido protagonismo, formas organizativas y
recursos. En muchos lugares se siente como algo parecido a un expolio.
- Asistimos a un distanciamiento
evidente, una falta de compromiso o desafección por parte de la
población rural -la que vive en el campo, no solo dedicada a labores
agrarias- respecto a un patrimonio y unas formas de gobierno de lo
público, que les distancia por estar excluidos en los sistemas de
gobernanza. Los bienes territoriales de gestión pública se perciben como
un ámbito de actuación del estado o sus representantes regionales,
que no compromete a la población. Es necesario reconstruir la trama
social y cultural que permita una mayor participación de quienes,
cuando se han dado las condiciones apropiadas, han sido los principales
protagonistas de la conservación de los bienes territoriales públicos y
colectivos.
-
Se producen cada vez con mayor frecuencia, catástrofes no naturales
-casi nunca lo son, comparto la visión de Antonio Cendrero (2004) de
que "más que de catástrofes naturales, tenemos que hablar de gestión catastrófica de la naturaleza"-
por falta de un manejo cercano y adaptativo. Incluimos entre éstas
las riadas con efectos catastróficos, los deslizamientos, los incendios
y otras menos físicas como la perdida de fertilidad y productividad,
la matorralización, la grave amenaza al patrimonio autóctono de razas
ganaderas, las variedades de plantas cultivadas y los saberes locales
sobre los recursos llamados naturales (en realidad muy pocos lo son,
sino que proceden de la selección y nueva organización de la naturaleza
creada por los humanos) y su manejo. La mayor parte de estos aspectos
forman parte del Patrimonio Natural (Ley 42/2007).
¿Es
posible gestionar el patrimonio natural/rural, incluido el forestal,
sin contar con la participación e implicación de los vecinos, la
población que reside en los pueblos?
La percepción del extenso ámbito
rural como algo ajeno cada vez más distante, nos acerca al peligro de
que la naturaleza y lo rural terminen convirtiéndose para los habitantes
de las ciudades en algo parecido a un parque temático, para su
disfrute ocasional. El hecho de que la agricultura, incluyendo la
ecológica a cierta escala, se vea como una industria más, lo favorece.
Un espacio donde encontrar empleo temporal con el que podemos sentiros
poco concernidos. Los incendios periódicos son un síntoma alarmante y
las soluciones que se reclaman parecen ser solo remediativas, brigadas
forestales, más medios técnicos.
¿Tragedia de los bienes públicos?
¿Nos acercamos a nueva versión de la “tragedia de los comunales”? ¿Podríamos hablar de una tragedia de los bienes públicos?
Recuperamos para ello el titulo
del provocador artículo de Hardin (1968) en el que establecía que lo
que no tiene un dueño concreto bien definido, está destinado a la
degradación y devastación. Hasta entonces bienes o recursos como la
calidad del aire, las aguas superficiales y subterráneas, las
pesquerías, los pastizales habían quedado al margen de las
preocupaciones de ecólogos y economistas. Como señalan González de
Molina et al. (2002 ) quizás por su calidad y cantidad aún no
comprometían el crecimiento económico y a la viabilidad a largo plazo
de las actividades productivas. Dichos recursos no se habían
considerado bienes económicos (Naredo, 2010) o aún permanecíamos en el
escenario de “mundo vacio” (Daly, 1966). Buena parte del debate se
centró en qué tipo de propiedad permite un manejo viable de los
recursos comunes. Hardin postulaba dos alternativas frente a los bienes
que no son de nadie, la propiedad privada como mejor solución y la
intervención del Estado. Vemos sin embargo que los ejemplos de bienes
públicos -administrados o tutelados por el Estado- que se encuentran
sometidos a apropiación y degradación, son numerosos. Parecería que el
Estado no es un buen propietario. No solo por ocupaciones ilegales o
abusos, caso flagrante de numerosas vías pecuarias, sino también por
errores de gestión, debidos a la escasa implicación y conocimiento
directo de la funcionalidad de los recursos y su manejo, con visiones
parciales sobre los mismos. Pensemos por ejemplo en actuaciones,
algunas de ellas ocurrencias muy poco contrastadas, relacionadas con la
prescripción innecesaria de prácticas tradicionales, como el pastoreo
o uso del fuego para control del matorral en pastos de montaña
atlántica, o algunas reforestaciones con ausencia de un suelo adecuado,
realizadas en espacios de gestión pública, que no se evalúan,
comprometen y degradan el patrimonio e impiden otros usos.
El desapego de la población rural y
la secuela de efectos catastróficos, es un ejemplo de que la gestión
por parte del estado puede no ser una garantía de éxito. Tampoco lo es
el traspaso a propiedad particular de bienes territoriales antes de
administración comunal. El riesgo de degradación y sobreexplotación es
en este caso elevado como indica la experiencia histórica desde las
primeras desamortizaciones, con pocas excepciones. A pesar de ello
siguen apareciendo, en épocas de crisis, propuestas de venta de los
bienes públicos, considerando que movilizar el capital natural común
(los árboles grandes, la fertilidad del suelo, los sistemas prudentes de
uso del agua) es una posibilidad a mano para mejorar la hacienda
pública.
El ejemplo de los territorios comunales y el patrimonio colectivo
Por fortuna el debate desde el
artículo de Hardin ha cobrado un nuevo aire, situándose en una dimensión
científica más acertada, en la que se evalúan con datos los resultados
y condiciones de sistemas de gestión compartida con larga historia.
Las aportaciones de Elinor Ostrom (Nobel de Economía en 2009)
documentando numerosos ejemplos de gestión exitosa y conservativa de
los recursos -preferentemente en ámbitos territoriales reducidos:
grupos de localidades, comunidades de usuarios, etc- nos permiten
escapar del círculo trágico y determinista. Entre los ejemplos que
Ostrom analiza se encuentran casos de pastizales alpinos, pesquerías y
los sistemas de regulación del riego de las huertas del Levante español
(Valencia, Murcia y Alicante). La autora documenta asimismo ejemplos
fallidos de sobreexplotación en los que se sobrepasaron los límites que
la naturaleza propone para los usos humanos. De las experiencias
positivas pueden deducirse pautas comunes en los métodos de gestión
exitosos, relevantes desde la perspectiva social y cultural, de
gobernanza (ver Tabla 1). Estas características del sistema social
comunal de uso de recursos pueden apreciase como requisitos
complementarios de los procesos ecológicos básicos, indicados en los
párrafos anteriores, el componente social que es preciso mantener para
alcanzar la sostenibilidad fuerte, principalmente ecológica y social,
en los usos agrarios (Gómez Sal, 2013 )
Coexistiendo con el proceso
monopolizador de la gestión sobre los bienes territoriales de interés
público llevada a cabo por parte del Estado, aún han llegado hasta
nuestros días, como supervivientes de esta tendencia, algunos ejemplos
de la antigua gestión participativa, en la que el poder de decisión
reside en los vecinos (el pueblo en su mejor definición, entonces
soberano en la escala local, empoderado se dice ahora en la terminología
del desarrollo) organizados en concejo abierto. Además de los ejemplos
mencionados relativos a la administración del riego, contamos en
España con casos de administración y propiedad comunal de masas
forestales (Tierra de pinares entre Soria y Burgos, Comunidad de
Albarracín, etc.) de pastizales de montaña (mancomunidades de uso de
pastos, extensos territorios regulados por ordenanzas muy probadas -la
Campoo-Cabuérniga, valle de Pineda-, parzonerías, aleras forales,
facerías, montes vecinales de Galicia y Asturias, entre muchos otros
ejemplos) o bien derechos sobre el aprovechamiento de las rastrojeras y
el barbecho (derrotas de las mieses) organizados por turnos anuales de
cultivo -hazas, hojas-, en situaciones donde la propiedad de la
tierra y de las cosechas ha pasado a ser individual, pero en las que se
mantienen regulaciones y propiedad comunal respecto aprovechamiento a
las hierbas espontaneas y los ciclos anuales de cultivo. En algunos
casos se realiza incluso el reparto pautado entre los vecinos, en forma
de “suertes” o lotes de cosecha de los productos del territorio
comunal, y hasta hace algunas décadas también se repartían parcelas
para cultivo itinerante sobre cenizas - searas- en el monte, como
vestigios del antiguo colectivismo agrario (Martín Galindo, 1987).
Sería ilustrativo comprobar la
frecuencia de fenómenos catastróficos en el territorio según el tipo de
propiedad y gestión actuales y, en el caso de aquellos terrenos de
gestión pública, estatal o autonómica, dependiendo también del tipo de
propiedad, usos y modelos de gobernanza que mantenían antes de pasar a
ser gestionados por el Estado. ¿Por qué la frecuencia de fuegos se
localiza casi siempre en determinados territorios? ¿Por qué algunas
zonas forestales como las antes citadas de gestión comunal arden muy
raramente?
La eficacia de los sistemas
participativos para la gestión y preservación de los recursos, puede
probarse en muchos casos. La Comunidad de Albarracín, formada por la
ciudad y los 22 pueblos de la Sierra, administra un extenso territorio
organizado en forma de retículo que engloba en su interior a los
términos municipales. Este espacio de administración muy regulada
constituye los montes comunales o “universales”, de la universidad o
común de los vecinos (el nombre de Montes Universales aplicado al
conjunto del macizo es un topónimo erróneo ) formado por una red de
pastizales, arbolados en su mayor parte con dosel de pinar, a modo de un
sistema silvopastoral de excepcional interés, que hace compatible la
ganadería estante con la trashumante y otros usos forestales - la
“Conquense” es la única de las Cañadas Reales aún recorrida por algunos
rebaños de ovejas y de vacas en toda su extensión-. Junto a las
tierras de la Comunidad se mantienen los comunales de los pueblos,
dehesas boyales (bohirías, boalares, son nombres equivalentes que
perduran en distintos lugares de España) como la excelente de Griegos,
situada a una altitud de 1600 m.
En las Sierras de Aralar, Urbasa y
Aizkorrri-Aratz, la gestión comunal permite un aprovechamiento muy
ajustado de los pastos por parte de ovejas latxas, y la producción
competitiva y viable, con un producto puntero de calidad, el queso
Idiazábal. Los pastizales de puerto en la vertiente sur de la cordillera
cantábrica (León y Palencia), destinados desde tiempos remotos a la
trashumancia de merinas, son bienes de propios pertenecientes a los
pueblos, arrendados cada año a ganaderos foráneos. En ellos encontramos
ejemplos de cómo los cambios en las pautas de explotación (la
sustitución de ovejas por vacas y ausencia de pastoreo dirigido), puede
tener efectos negativos (matorralización o erosión según zonas) sobre
la composición de la hierba (Gómez Sal y Rodríguez Pascual, 1992).
El monocultivo con usos
simplificados amenaza a los territorios que aun mantienen la propiedad y
usos comunales. Solo vacas, solo caballos, solo caza, animales cada
vez más grandes, con mayor impacto sobre los suelos y dificultades para
desplazarse. El pastoreo libre sustituye a cualquier tipo de manejo.
Como contraste, en lugares donde la legislación conservacionista se
aplica de forma estricta como es el caso de la prohibición del pastoreo y
el fugo de superficie que hemos comentado se genera un conflicto
donde los pastores son tratados como pirómanos y el efectivo de ovejas
xaldas en Asturias se derrumba por falta de recursos pastables,
acompañado si no se remedia por las culturas y productos de calidad que
lo mantenían. Un verdadero desastre cuya solución requiere voluntad de
entender cómo funciona la naturaleza humanizada y los recursos
generados por el manejo humano, aun tratándose de espacios con la
categoría de Parque Nacional. Es la consecuencia de no haber
identificado claramente qué es lo que queremos conservar, cuando la
legislación actual precisamente lo haría posible. Tal vez el completo
desarrollo del Inventario que contempla la Ley 42/2007 ayude a ello.
Por
otra parte se presenta ahora como una novedad en la gestión forestal
el aplicar algún pastoreo para la prevención del fuego en zonas
forestales cuando desde el ámbito científico se viene reclamando desde
hace tiempo la necesidad de este proceso ecológico insustituible.
Resulta chocante que haya que pagar ahora por el pastoreo en los montes
sometidos a gestión pública, cuando la herbivoría, pastoreo/ramoneo,
ha sido práctica habitual en todos los territorios en los que la
participación vecinal ha persistido y que sería posible recuperar con
facilidad. Entre tanto más del 80 % de las razas ganaderas autóctonas
se encuentran amenazadas de extinción, cuando han sido la herramienta
precisa para el mantenimiento de los paisajes culturales, cuyo origen
se asocia en buena medida a dichas razas, como un binomio interactivo
(el número 98 de Ambienta, recoge los resultados de la Evaluación de los Servicios de los Ecosistemas en España).
Beneficios cercanos, tangibles,
con participación del pueblo, de los vecinos, a través del común, la
propiedad en la que se sentían propietarios y reconocidos, por herencia
cultural e histórica. ¿Estaremos aún a tiempo de aprender de estas
prácticas y su significado para facilitar la gestión sostenible? Recoger
y sistematizar sus enseñanzas ecológicas, sociales y culturales, de
gobernanza, manteniendo el tipo de propiedad comunal y recuperando
siempre que sea posible la gestión comunal y participación, parece
necesario.
No olvidemos que las propuestas
más avanzadas en conservación de la naturaleza no se enfocan ya a las
especies amenazadas ni a los ecosistemas más o menos íntegros o
valiosos, sino a los procesos naturales que son responsables de mantener
ambos. Asimismo tiende a reconocerse ya con todas sus consecuencias el
papel de los seres humanos, entendiendo que es su actividad creativa
la que está detrás del origen de nuevos recursos naturales o
seminaturales, la que ha hecho posible algunas de las configuraciones
de la naturaleza más valiosas. De este enfoque pueden deducirse
enseñanzas útiles para avanzar hacia la imprescindible sostenibilidad
ecológica, en la que los objetivos sociales y el compromiso con la
tierra y sus recursos, deben orientar esencialmente las actuaciones
humanas.
Tabla 1. Principios de diseño característicos de las instituciones de larga duración en la gestión de los Recursos de Uso Común, según Ostrom (1990). El análisis de experiencias exitosas permite a la autora deducir características comunes de tipo social y cultural, gobernanza participativa, condición para evitar el esquilme y degradación de los bienes comunes y quizás también los bienes públicos de tipo territorial, con los ajustes necesarios de escala. Por “apropiadores” debe entenderse aquellos que aprovechan directamente el recurso: el agua para riego, los pastizales, la producción forestal, etc. |
---|
1.- Límites claramente definidos. Los individuos o familias con derechos para extraer unidades de recurso del RUC deben estar claramente definidos, al igual que los límites del recurso. |
2.-Coherencia entre las reglas de apropiación y provisión con las condiciones locales. Las reglas de apropiación que restringen el tiempo, el lugar, la tecnología y la cantidad de unidades de recurso, se relacionan con las condiciones locales y con las reglas de provisión que exigen trabajo, material y dinero o ambos. |
3.- Arreglos de elección colectiva. La mayoría de los individuos afectados por las reglas operativas pueden participar en su modificación. |
4.- Supervisión. Los supervisores que vigilan de manera activa las condiciones del RUC y el comportamiento de los apropiadores, son responsables ante ellos o bien son apropiadores. |
5.- Sanciones graduadas. Las apropiadores que violan las reglas operativas reciben sanciones graduadas (dependiendo de la gravedad y del contexto de la infracción) por parte de otros apropiadores, funcionarios correspondientes, o de ambos. |
6.- Mecanismos para la resolución de conflictos. Los apropiadores y sus autoridades tienen un acceso rápido a instancias locales para resolver conflictos entre los apropiadores o entre estos y los funcionarios a bajo costo. |
7.- Reconocimiento mínimo de derechos de organización. Los
derechos de los apropiadores a construir sus propias instituciones no
son cuestionados por autoridades gubernamentales externas. Para RUC que forman parte de sistemas más amplios |
8.- Entidades anidadas. (nested en inglés. Encajadas unas en otras)
Las actividades de apropiación, provisión, supervisión, aplicación
de las normas, resolución de conflictos y gestión, se organizan en
múltiples niveles de entidades incrustadas. |
Referencias bibliográficas
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Texto y fotos: Antonio Gómez Sal
Catedrático de Ecología
Catedrático de Ecología
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