“¿Va a ir sola
hasta el Nazareno? Ese barrio es muy caliente, señorita”, dice el
taxista parqueado en una calle de Cartagena. Allí vive de lunes a
viernes Kelly Ortega Herrera, presidenta de la acción comunal de las
veredas El Chorro y La Legua, en el municipio de Turbana (Bolívar); las
mismas que llevan siete años siendo escenario del peor desastre
ambiental ocurrido en esa región. Al preguntarle por las advertencias
del taxista Kelly responde: “Sabía que te iban a salir con eso… pero ven
tranquila. Conmigo estás segura”.
Con
ella cualquiera está seguro, porque los jóvenes del barrio, esos que el
taxista insiste en que “si te ven sola te quitan todo”, la conocen y la
respetan. Kelly tiene 24 años y es una líder reconocida también en ese
rincón de la ciudad (donde vive durante la semana para estar más cerca
de la universidad), en el que hasta hace poco los muchachos se batían a
bala con pandillas de los barrios vecinos. Ya no hay enfrentamientos
—dice ella—, pero el problema de los expendios de drogas y de la falta
de oportunidades sí se perpetuó.
Kelly
es, además, la mujer que está dando la pelea para que la empresa Carman
Internacional, responsable del derrame de hidrocarburos que contaminó
sus arroyos y sus cultivos, y mató animales de sus veredas, sea
sancionada. Kelly es la joven que está batallando para que no sólo esa
compañía, sino todos los que tienen alguna responsabilidad en esta
tragedia ambiental —que ha hecho menos fértiles los suelos y más pobre a
su comunidad— también sean investigados, porque —insiste ella— las
autoridades pusieron su cuota, por omisión, por no actuar a tiempo.
La
Legua, la vereda en la que ella y sus cuatro hermanos nacieron, está en
lo alto de una montaña. Treinta años atrás, cuando sus papás y otros
pobladores de Cartagena invadieron esas tierras baldías —que luego el
Incoder les tituló—, el paisaje era un bosque espeso, virgen. Se
instalaron y empezaron a vivir de los cultivos de maíz, yuca, plátano y
mango, porque estaban sobre tierra productiva. Ya no.
“Nosotros
estamos peleando por tres cosas puntuales. Y te las puedo enumerar así.
Primera: continuamos viendo afectada nuestra seguridad alimentaria,
nuestra salud y nuestro derecho a un medio ambiente sano. Segunda: la
comunidad exige que se reparen los daños causados. Y tercera: exigimos
que se retiren los líquidos peligrosos”.
Kelly
habla con tono firme y seguro. “Soy la voz de mi comunidad”, dice, y
luego cuenta que el 6 de septiembre, el día del último desastre, recibió
una llamada de su mamá a las 6:00 a.m. (estaba en Cartagena). “Kelly,
se derramaron las pozas”, le dijo y ella respondió ya sabíamos que eso
iba a pasar.
“Las pozas” son unas
doce piscinas artesanales que construyó la empresa Carman Internacional
para almacenar, ilegalmente, un hidrocarburo “pesado, inflamable y
tóxico”, según la Procuraduría. El año pasado, el 17 de octubre, tras un
aguacero de siete horas consecutivas, las piscinas se rebosaron y el
líquido bajó por la montaña, llegó hasta el arroyo La Legua —del que
beben las gallinas y las vacas, con el que riegan los cultivos—, luego
hasta Arroyo Grande y se diluyó en la bahía de Cartagena.
Antes
había ocurrido lo mismo, en menores cantidades, y la comunidad había
advertido que vendría una tragedia mayor. Y llegó. Una y dos veces: en
octubre de 2012 y hace dos semanas, a pesar que desde noviembre de 2011
Carman Internacional tiene una orden de suspensión de sus actividades
por incumplir con las medidas ambientales.
La
empresa llegó hace ocho años a las montañas que habita Kelly, sus
cuatro hermanos y cien familias más. Con el tiempo, de lo más alto del
cerro empezó a emerger un olor fuerte, fuertísimo, que hacía arder los
ojos, que se introdujo en el aire, el suelo y el agua, para no volver a
salir. Kelly cuenta que los líderes hicieron una visita a la empresa
para indagar qué pasaba, y después de ese intento sólo guardaron
silencio. El mismo que hoy impera en buena parte de la comunidad,
“porque se sienten atemorizados”.
Luego
del derrame del año pasado se conformó oficialmente la junta de acción
comunal de El Chorro y La Legua. Necesitaban una voz que los
representara. Y esa voz fue Kelly. Fue elegida presidenta por
unanimidad. La niña que siempre había acompañado a su papá a las
reuniones, que había sido personera en el colegio, que se había empeñado
en estudiar porque sólo así “podía retribuirle algo a mi comunidad...
”, se convirtió en su máxima líder, a los 24 años.
Kelly
estudió filosofía. Cuando estaba eligiendo el tema de su tesis su
asesor le preguntó: “¿Qué problema de la realidad te preocupa?”, y ella
respondió: “Las desigualdades sociales’”. Hoy, además, le preocupa la
salud de sus vecinos, las gallinas que se le murieron a unos, el señor
que se metió al arroyo a salvar su vaca de la mancha de aceite y terminó
enfermo, con salpullido en la piel; le preocupa que la cosecha no sea
tan pródiga como en otros tiempos, que las autoridades se hayan demorado
tanto para escucharlos, que con un nuevo aguacero se desborden otra vez
las piscinas que están al tope.
“¿Tú
sabes cuántos delitos ambientales se cometen en este país y nadie hace
nada? Mira cuántas pruebas necesitamos para demostrar algo que era tan
evidente”. En una carta del 24 de octubre de 2012, remitida a Cardique
(la autoridad ambiental de Cartagena), la comunidad explica que “en los
dos últimos años se ha presentado el vertimiento de desechos
hospitalarios y aceitosos en las aguas del arroyo (...) ocasionando
grandes perjuicios en el patrimonio económico de los parceleros (...)
que devengan el sustento de sus familias con los productos cultivados o
criados”. Un año después la historia se vuelve a repetir.
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