José Pilar Álvarez Cabrera ha dedicado su vida a la defensa de los
recursos naturales del cerro de las Granadillas: el principal suministro
de agua para los cultivos en su natal Zacapa, al este de Guatemala.
“Solo defendemos el derecho humano a comer”, explica en una terraza en
una bulliciosa calle en Madrid. En otros países del mundo suena a una
obviedad, pero en este país centroamericano a Álvarez le ha acarreado
amenazas y abusos documentados por la ONU, la Corte Interamericana de
Derechos Humanos (CIDH) y Amnistía Internacional. Él le resta
importancia: “Hay gente que corre muchos más riesgos que yo”.
No le importa demasiado el menú. Incluso se resiste antes de elegir
un plato para acompañar la conversación (bajo algo de presión, se
decanta por la ensalada de aguacate y las costillas). Le importa mucho
más lo que viene a decir. Que en su tierra la explotación ilegal de los
recursos naturales pone en riesgo la subsistencia de comunidades
enteras. Guatemala es un país pobre y violento asentado en la región más
pobre y violenta de América y ocupa un alarmante primer sitio en
desnutrición infantil en el continente (afecta a más del 49% de los
niños, según un informe de Unicef difundido en febrero). Por si fuera
poco, está justo en el convulso Triángulo del Norte de Centroamérica, la
zona más peligrosa de América Latina. En 2011 registraron 94 homicidios
por cada 100.000 habitantes. La media mundial es de 8,8. Y tanto en
hambre como en violencia, Zacapa ocupa el primer lugar de la región.
“Existe una colaboración entre el Gobierno y los finqueros para que los
crímenes no se esclarezcan”, describe Álvarez Cabrera.
Este reverendo luterano (en Guatemala, a diferencia de otros países
de la región, la mitad de la población es protestante) asegura que la
religión nunca ha sido un tema de división entre las 22 comunidades que
conviven en Zacapa. Describe que en algunas protestas, la gente de todos
los pueblos convive y lleva sus propios alimentos. “Lo único que
pedimos es que se garantice que las comunidades tengan acceso al agua”.
La mayor parte del líquido proviene del cerro, y la explotación ha
causado que cada vez haya menos tierras útiles. Los finqueros han
bloqueado accesos que la población había mantenido por décadas y su
supervivencia está en juego.
Las constantes denuncias de Álvarez Cabrera y de otros activistas les
han acarreado detenciones y amenazas. Un fallo de la CIDH en 2009
obligó al Gobierno guatemalteco a pagarle escoltas: “Llegué a tener
cuatro, ahora tengo dos”, comenta con su suave acento y suma
tranquilidad.
Álvarez conoce los riesgos que implica ser perseguido. Su madre,
Lilián Cabrera, también fue activista. La salvaje y larga guerra civil
en Guatemala (más de 200.000 muertos y 50.000 desaparecidos entre 1960 y
1996) rompió su familia. Cuenta que uno de sus hermanos huyó a México
en 1976 después de que el Ejército se plantara en su casa una madrugada.
Lo volvió a ver 13 años después. “Y como yo, todas las familias. Cada
quien tiene una historia similar. Las víctimas hemos sido todos”,
comenta.
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