sábado, 20 de octubre de 2012

Sed de agua

Ya se sabe que entre las peculiaridades de nuestro país siempre destacó una pintoresca querencia por las fuentes y por el agua. Ferruginosa, sulfatada, diurética o con gas, este preciado líquido ha sido tan valorado por los catalanes como el mejor vino. En un barrio como el Poble Sec tal pasión parecería un contrasentido, pero antaño la vecina montaña de Montjuïc estuvo literalmente atravesada por acuíferos que dieron lugar a un gran número de manantiales.
La última vez que hablé con la malograda historiadora Valerie Powles (1950-2011), estaba intentando salvaguardar los restos del merendero de la fuente d’en Conna, situada en el torrente de Tarongers. Este entorno es uno de los lugares más sugerentes de esta parte de la ciudad, justo al final de Nou de la Rambla, esa extraña calle que nace en el centro mismo de Ciutat Vella, se convierte en avenida decadente del antiguo barrio Chino y cruza el Paral·lel ya como una vía empinada y modesta, para morir en el paseo de la Exposición. Allí nos espera una postal que parece sacada de otra época, presidida por las vías del funicular y por la presencia de un palacete —Habitaciones BCN—, que es uno de los últimos meubles (hoteles para parejas les llaman hoy) que quedan tras la desaparición de la mítica Casita Blanca. Justo al lado se ve un angosto pasillo y alguna de las últimas barracas que siguen en pie en Barcelona. Sin embargo, no se ve ni rastro de ninguna fuente.
Después de un buen rato sin cruzarme con nadie, pregunto a un par de vecinas por la fuente d’en Conna. A todo el mundo le suena el nombre, pero nadie sabe decirme si todavía queda algún vestigio de la fontana desaparecida. La cosa tiene su aquello, si tenemos en cuenta que en sus buenos tiempos fue considerada la mejor de la montaña. Formaba, junto a las de la Satalia, la Font Trobada y los Tres Pins, uno de los lugares de esparcimiento y ocio más concurridos por la clase obrera barcelonesa, donde era costumbre celebrar verbenas y comilonas con la excusa de probar sus aguas benéficas y salutíferas. Santiago Rusiñol la describió a finales del siglo XIX como un balneario jaranero, indicado para dolencias como la gandulitis crónica y otras enfermedades de la espina dorsal, cuyo tratamiento debía ir acompañado de unas cuantas copas de licor y de un baile agarrado. Tanto éxito tuvo, que sus instalaciones se completaron con un chalet-bar y un campo de fútbol. Durante la Primera Guerra Mundial, sus aguas llegaron a embotellarse como “Antigua agua de la fuente d’en Conna”, publicitada como un remedio seguro para el tifus y como exquisita agua de mesa “recomendada por eminencias médicas”.
Los años veinte del pasado siglo fueron su momento de máximo esplendor, y a la vez el inicio de su decadencia. Cuando en 1927 se inauguró el funicular, el lugar sufrió sus primeras modificaciones importantes. El campo daba paso a la industrialización y el progreso. No obstante, los adelantos también trajeron nuevo público y en el lugar se instaló un elegante restaurante bautizado como La font d’en Conna, que ofrecía una concurrida terraza, cubiertos a seis pesetas y resopones nocturnos que dieron lustre al establecimiento. La fuente quedaba justo al lado del local, y fue una de las pocas que no fueron clausuradas con la Exposición Internacional de 1929, aunque pronto terminó convertida en un merendero modesto y algo lúgubre, que siguió en pie durante varias décadas hasta cerrar en fecha indeterminada.
Valerie Powles quería saber si el manantial aún seguía brotando, quién sabe si oculto tras un muro. O si, por el contrario, se había perdido para siempre. Quizás sería bueno averiguarlo.

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