La Zona Desmilitarizada es puro siglo XX. La frontera que divide las
dos Coreas a la altura del paralelo 38 es una sucesión de alambre de
espino, checkpoints, sacos terreros, puestos de observación semiocultos bajo tela asfáltica y jóvenes imberbes patrullando en jeeps. Al menos en la vertiente surcoreana, es pura iconografía de la guerra fría.
Pero donde los militares ven tensión y los comerciantes potencial
turístico, hay un grupo de biólogos que ve otra cosa: una oportunidad
única en Asia de conservar un hábitat en el que el hombre no ha pisado
en casi 60 años.
Uno de ellos es Kim Seung-ho, un biólogo que hace 10 años fundó el
Instituto de Ecología de la DMZ (las iniciales inglesas para Zona
Desmilitarizada y que se repiten por todo el lugar). “Es irónico que
esta zona tan conflictiva sea una bendición para la naturaleza. Las
especies se ríen de nuestro conflicto ideológico”, explica Seung-ho, de
51 años. En la pequeña oficina que tiene cerca de la frontera muestra el
mapa con cinco humedales entre los ríos Imjin y Han que, en su opinión,
deberían estar protegidos. Las paredes están llenas de fotos de
extraños animales captadas en la frontera: exóticas plantas, una especie
de lince, capturas de huellas...
En una región del planeta tan densamente poblada, la DMZ ha creado un
extraño oasis. Establecida el 27 de julio de 1953 como parte del
armisticio de la guerra que enfrentaba a las dos Coreas, es una barrera
de 248 kilómetros de largo por cuatro de ancho. A eso hay que sumar una
zona de acceso restringido a la población de entre siete y 15
kilómetros.
“Los animales se ríen de la estupidez humana. Aquí vienen aves de
Mongolia, Japón, China, Rusia y Australia”, sonríe Seung-ho poco antes
de entrar a la zona restringida. Su instituto fue fundado hace 10 años,
cuando parecía que la reunificación se acercaba. “Los primeros tres o
cuatro años nos costaba mucho conseguir permiso para entrar. Pero ahora
saben que somos un grupo sin ideología, ni política, que trabaja por la
ecología”, cuenta. Luego aclara que él tiene sus ideas y que de su
familia solo él y su madre viven en el sur, ya que el resto quedaron en
el norte.
Ahora, los miembros de la ONG entran una vez a la semana. Ayer lo
hicieron con un grupo de periodistas —entre ellos, EL PAÍS— invitados
por el Gobierno coreano con motivo del Congreso Mundial de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) que está a punto de albergar el país.
El capitán Kim manda abrir la verja con la condición de que no se
fotografíe ningún número ni ningún puesto de control que haga la zona
reconocible. El culo de una botella de plástico cubre los candados para
que no se enrobinen. Un soldado parece dormitar en su camión, pero otro
con la cara pintada de camuflaje da la impresión de estar centrado en la
vertiente norte.
Al otro lado del río está Corea del Norte, probablemente el país más
opaco del mundo, una dictadura comunista que nada tiene que ver con
Corea del Sur, donde más de un tercio de la población tiene un smartphone (preferiblemente de la coreana Samsung).
En medio, un ecosistema que va desde las montañas del Este de Corea a
los humedales del Oeste. Hay catalogadas 2.700 especies, de las cuales
67 están amenazadas, según la ONG. Como vive poca gente y no hay
fábricas la calidad del agua de los ríos es máxima. Sobrevuelvan buitres
negros, grullas, halcones, pigargos, hay serpientes, anfibios,
mamíferos como leopardos y puede que hasta tigres, abundante pescado y
plantas sin catalogar.
“En Corea hay muchos parques nacionales, pero su objetivo es el
turismo, así que no hay nada tan bien conservado como esto”, cuenta
Shing Yuseung, un estudiante de Ecología que colabora con el grupo.
Frente a él hay una isla deshabitada. Allí sí que no ha pisado nadie en
seis décadas. No solo por el temor a los militares, sino por las minas.
Dentro de la zona restringida a la población civil se puede transitar
por los caminos que rodean las pocas plantaciones de ginseng y los
arrozales, aunque antes de entrar un soldado da una hoja con la forma de
las minas: “La semana pasada hubo un tifón y puede que el agua haya
arrastrado alguna fuera. Si ven algo así, avisen”. Cuentan que en un
episodio similar el pasado mayo hubo fallecidos en un pueblo cercano.
Las minas han limitado los cultivos de los antiguos habitantes de la
zona, aunque también causan bajas en la fauna. “De vez en cuando ves
restos de un animal herido”, cuenta An Chiyong, uno de los seis biólogos
que trabajan en el estudio de la DMZ. Chiyong explica que es imposible
saber cuántas hay, pero que hace años, cuando Corea del Sur cavó una
zanja de cinco kilómetros, descubrió 50 minas.
Corea del Sur pidió en septiembre de 2011 a la Unesco
protección para su parte de la DMZ (los dos kilómetros de frontera) más
una ampliación al sur. La candidatura para ser Reserva de la Biosfera
incluía 297.913 hectáreas. Pese a que el comité científico de la Unesco
recomendó concederle el título en mayo, el pasado 12 de julio el
organismo decidió que no tenía sentido proteger solo la mitad de la
conocida como la “delgada línea verde”. Recomendaba conseguir el apoyo
de Corea del Norte (y de un pueblo del sur afectado y que se oponía).
La protección internacional era clave para estos investigadores.
Chiyong cuenta que la presión sobre el ecosistema de la frontera crece
conforme se relaja la tensión. “Cada vez más los agricultores quieren
ganar terreno para cultivar. Mire esa línea eléctrica. Corea del Sur
quiere construir más”. El tendido va hacía el complejo industrial de
Kaesong, uno de los principales núcleos económicos de Corea del Norte.
Abierto hace una década como forma de acercamiento, en el complejo
trabajan unos 60.000 obreros del norte para unas 90 firmas del sur.
Seung-ho teme que la reunificación se olvide de la naturaleza que, de
forma imprevista, se ha conservado ahí. Por eso quiere que llegue
pronto algún tipo de protección: “Así podremos iniciar la paz a partir
de la naturaleza”.
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