La historia de José Ramón Aniceto Gómez, de 65 años, y Pascual
Agustín Cruz, de 49, líderes de la comunidad indígena nahua de Atla, en
la sierra norte del Estado de Puebla (centro de México), sería un
episodio más del surrealismo mexicano si no fuera un drama, otro más en la larga historia de la indefensión y aislamiento de los pueblos originarios de este país y de la facilidad del sistema judicial para fabricar culpables.
José Ramón y Pascual llevan dos años y siete meses encerrados en el
penal de media seguridad del municipio de Huauchinango acusados del robo
con violencia de un vehículo en un confuso incidente en octubre de
2009, que en realidad esconde el enfrentamiento entre las autoridades
indígenas y el cacique local por el acceso al agua potable y
probablemente oculta animadversiones ancestrales entre los vecinos. Los
dos campesinos, que fueron condenados a seis años, 10 meses y 20 días de
prisión por un delito calificado de grave, han sido acogidos como presos de conciencia por Amnistía Internacional —los únicos con ese estatus en todo México
actualmente— y su caso ha sido llevado ante la Corte Suprema por los
abogados del Centro de Derechos Humanos PRODH, quienes han presentado un
recurso directo de amparo —el último recurso— y cuyo fallo esperan para
el mes próximo.
El penal de Huauchinango, una costrosa construcción de hormigón y
metal de verde roñoso, ofrece un aspecto más pobre que tétrico. El
locutorio es una pequeña habitación sin asientos ni para los reos ni
para los visitantes. Una mohosa tela metálica separa a unos y otros.
“Nos sentimos muy encorralados aquí”, dice José Ramón. “Hay momentos en
los que estoy muy preocupado, siento el dolor de mi familia y me
pregunto cómo estoy aquí si no debo nada. Otras veces siento bonito, y
me siento orgulloso”.
José Ramón y Pascual han mejorado mucho su español en el último año,
en la medida “en que se han ido apropiando de su caso”, como dice su
abogado del PRODH, Andrés Díaz Fernández, pero aún no comprenden muchas
palabras. “Siempre nos miraron mal en el juzgado por eso. No había
intérprete de náhuatl. Podíamos hablar en español pero solo entendíamos
parte de lo que nos preguntaban”, recuerdan.
Su vida en la cárcel transcurre con monótona tranquilidad. Les
levantan a las seis de la mañana, cosen balones de fútbol, hacen un poco
de ejercicio y son encerrados en sus celdas a las seis y media de la
tarde. El trato, aseguran, es bueno y reciben atención médica, pero es
inevitable la añoranza de tiempos mejores cuando cultivaban maíz y
frijoles en sus parcelas de media hectárea, o José Ramón tocaba el
violín.
El subdirector de la prisión, Glen Alvarado González, afirma que no
hay hacinamiento porque actualmente son unos 400 reclusos y caben 500.
“Tenemos homicidas, violadores y ladrones pero no delincuencia
organizada y el promedio de tiempo que pasan aquí es de 10 a 15 años”,
dice el licenciado, que no disimula su convencimiento de que los dos
líderes nahuas están allí fuera de lugar. “Pese a encontrase cautivos,
se les da un tratamiento especial”, añade.
El conflicto por el agua potable en Atla, un pueblo de unos 2.000
habitantes, viene de antiguo, desde que hace más de 35 años, el cacique
local, Guillermo Hernández, se apropió del agua y llegó a imponer cuotas
por una toma de hasta 5.000 pesos (unos 300 euros), una cantidad
desorbitada para unos campesinos que subsisten a duras penas. El
enfrentamiento entre partidarios y contrarios al cacique se resolvió
durante años a base de pedradas, contaminación de manantiales, amenazas
de muerte y asesinatos de miembros del grupo opositor.
En 2008 las cosas empezaron a cambiar. José Ramón y Pascual fueron
elegidos, respectivamente, presidente auxiliar y juez menor de paz de la
comunidad y emprendieron un proyecto para que todos los vecinos
tuvieran acceso gratuito al agua. La iniciativa resultó intolerable para
la facción del cacique y el 22 de octubre de 2009 el hijo de uno de
ellos lanzó su vehículo contra los dos líderes nahuas y otros jornaleros
cuando volvían de trabajar. El agresor, al verse descubierto por un
policía —hoy también preso— abandonó el coche y un mes después los
denunció por su supuesto robo.
Ahí empezó el calvario judicial para estos dos hombres a pesar de que
el vehículo nunca desapareció sino que fue guardado en el corralón
municipal, ninguno de los dos acusados sabe conducir y los testigos en
su contra, dos vecinos de Atla, se desdijeron posteriormente de sus
declaraciones.
Atla, que en náhuatl significa “lugar donde hay agua”, forma parte
del archipiélago cultural donde viven los más de 12 millones de
indígenas mexicanos (el 11% de la población) sometidos a un intenso
proceso de transformación, entre la asimilación y la segregación. Está a
unos 50 kilómetros de Huauchinango o a más de hora y media de sinuosa
carretera, en parte sin asfaltar, que asciende sin fin por una línea
quebrada de montañas y valles de un intenso verde tamizado por una
neblina azul. Perros, gallinas y pavos corretean por sus calles, el maíz
crece en pequeñas terrazas, algunos niños juegan vestidos con el
uniforme de colegio mientras otros cortan leña descalzos y un par de
oxidadas antenas parabólicas atestiguan el éxito de alguno de sus hijos
emigrados.
Salustia Aparicio, de 35 años, la mujer de Pascual y madre de seis
hijos, explica en un deficiente castellano, plagado de silencios, que
aunque su familia tiene agua, la mitad del pueblo no y que los precios
siguen por las nubes. Bajar a Huauchinango le lleva tomar tres autobuses
y unas cuatro horas de ida y otras tantas de vuelta. Su rostro expresa
una profunda tristeza, resignada ante una injusticia y un abandono que
se hunde en el tiempo. Si el recurso ante la Corte Suprema no prospera,
José Ramón y Pascual no volverán en siete años. Como dijo el intelectual
y cronista Carlos Monsiváis, “si Kafka hubiera sido mexicano, sería un
escritor costumbrista”.
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