Si alguna asociación de la prensa diera un premio a la mejor ocurrencia del verano, el de este año solo podría recaer en Todd Akin, el congresista republicano por Misuri que alcanzó notoriedad el pasado 19 de agosto con su invención de una “violación legítima”
que rara vez deja preñada a la víctima. Por “legítima” no debe
entenderse “aceptable” —ni el congresista Akin llegaría a tanto—, sino
“propiamente dicha”, por oposición a una violación aparente, ficticia o
fingida, en que la mujer ha consentido, en el fondo, y que por eso
produce embarazos. Un estofado de fantasías que, en realidad, no debería
escandalizar a nadie a estas alturas.
La ocurrencia del congresista Akin no es más que el último ejemplo de
una venerable tradición anticientífica de la derecha cristiana de
Estados Unidos, el influyente sector ultramontano del Partido
Republicano. Cuando la ciencia no se aviene a su doctrina, despliegan
una apabullante artillería de pseudoverdades, falsedades propiamente
dichas, interpretaciones sesgadas y sofismas descarados para negar,
refutar o desacreditar la ciencia.
La historia se ha repetido, y con toda probabilidad se seguirá repitiendo, con los climaescépticos
que niegan el cambio climático para oponerse a toda reducción de
emisiones de dióxido de carbono y de cualquier otro gas; los activistas
contra el matrimonio gay que niegan a las parejas del mismo sexo la
calidad humana necesaria para adoptar niños —y hasta pretenden curarles la homosexualidad—,
los supremacistas de la raza blanca que se autorrefutan con las teorías
que sostienen o la campaña numantina, esta ya de calado internacional,
contra la investigación con embriones humanos, la clonación y las
células madre.
El origen de esta estrategia se remonta al siglo XIX —con la
publicación por Darwin en 1859 de El origen de las especies—, o como
mínimo a 1925, cuando el Estado de Tennessee emprendió la primera acción
legal para prohibir la enseñanza de “cualquier teoría que niegue la
historia de la creación divina del hombre descrita en la Biblia y
pretenda, en su lugar, enseñar que el hombre ha descendido de los
animales inferiores”. Los pleitos de este tipo han llegado en buena
forma al siglo XXI, con el creacionismo transmutado en una teoría
pseudocientífica, la del “diseño inteligente”, que ha alcanzado cotas de sofisticación inimaginables en el Tennessee de los años veinte.
Los argumentos que utilizó en 2005 el Consejo de Educación de Kansas,
por ejemplo, para que las escuelas públicas de ese Estado enseñaran la
biología evolutiva en pie de igualdad con el Génesis, tenían una altura
técnica considerable: las discontinuidades del registro fósil y el
problema de la emergencia de la primera célula a partir de sus
componentes químicos. El diseño inteligente cuenta con teóricos que
tienen todos los papeles académicos en regla, como Michael Behe,
profesor de bioquímica en la Universidad de Lehigh, Pensilvania, y
autor del superventas del creacionismo La caja negra de Darwin.
Pese a tanta sutileza pseudocientífica, los defensores del diseño
inteligente revelan sus verdaderas intenciones con una claridad
admirable. El principal promotor de la teoría, el Instituto Discovery,
quiere “derribar no solo el darwinismo, sino también su legado cultural”
en aras de “una total integración de la ley bíblica en nuestras vidas”.
Y el padre del movimiento, el antiguo profesor de Derecho Phillip
Johnson, explicó desde el principio la estrategia a seguir: “Hay que
sacar la Biblia y el Génesis fuera del debate, y formular los argumentos
de modo que suenen aceptables en el mundo académico”. No se puede decir
más claro.
La desconcertante salida del congresista de Misuri tiene una
explicación similar. Akin, candidato republicano al Senado en las
próximas elecciones, es un antiabortista que busca apoyos entre los
amplios sectores provida de su estado. Al igual que nuestro ministro de
Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, busca el apoyo de esos sectores
oponiéndose al aborto por malformación del feto, Akin lo busca
rechazando el aborto en los supuestos de violación.
Un mito antiguo y extendido entre los antiabortistas norteamericanos
es que la violación nunca causa el embarazo de la víctima, con el
corolario inmediato de que ninguna mujer debería abortar aduciendo haber
sido violada. Pero los datos no se avienen. Según la Federación Internacional de Planificación Familiar
(IPPF por sus siglas en inglés), la ONG de referencia en el mundo en
este terreno, más del 5% de las violaciones resultan en el embarazo de
la víctima.
Por esta razón, la filial estadounidense de IPPF, la Planned
Parenthood Federation of America, promueve que los métodos de
contracepción de emergencia, como la píldora del día siguiente, se
generalicen a todos los casos de violación. Calcula que así se evitarían
22.000 embarazos no deseados al año solo en Estados Unidos. Y también
por esta razón el congresista Akin se vio forzado a recurrir a esa
categoría especial de “violaciones legítimas”.
Según esta renovada doctrina de Misuri, los argumentos antiabortistas
tradicionales siguen valiendo para las “violaciones legítimas” —que no
preñan—, y el 5% de violaciones que acaban en embarazo no serían
“violaciones legítimas” —la mujer habría consentido—, y por tanto
tampoco deben servir de excusa para abortar. Frente a los hechos, nada
mejor que seguir en sus trece. La explicación de Akin para este fenómeno
de su propia invención merece mención aparte. Dice que la mujer tiene
“mecanismos que intentan apagar todo el tema”.
Sin abandonar la cuestión del aborto, la máxima del fundador del
movimiento del diseño inteligente —olvidarse de la Biblia y presentar
los argumentos con un aire de respetabilidad científica— pudo verse en
acción también en España en la primavera de 2009, cuando 2.000 expertos
apoyaron la llamada Declaración de Madrid,
un manifiesto antiabortista que pretendía fundamentarse en argumentos
científicos. Fue promovido por César Nombela, presidente del CSIC en la
etapa de Aznar, y otros científicos próximos a la Iglesia católica, como
el catedrático de genética de la Universidad de Alcalá Nicolás Jouve.
La Declaración de Madrid se firmó “en defensa de la vida humana en su
etapa inicial, embrionaria y fetal” con la intención explícita de
alterar el trámite parlamentario del proyecto de ley de aborto del
Gobierno de Zapatero, que es la actual en vigor. La declaración, que
contaba con el apoyo de 129 miembros de las Reales Academias, sostenía
que cualquier iniciativa legislativa que afecte al régimen jurídico del
aborto debe asumir, “como premisa”, el hecho de que “la vida de un ser
humano se inicia con la fecundación, cuando queda constituida la
información genética propia de cada vida humana”.
Los argumentos de sus ponentes tenían un estilo plenamente técnico.
Por ejemplo, que “tras la determinación genética singular existente en
el núcleo del cigoto, primera manifestación corpórea del nuevo
individuo, todo es cuestión de divisiones celulares, crecimiento y
diferenciación celular programada genéticamente”, en palabras de Jouve.
Nadie citó a la Biblia. Y los firmantes tenían todas sus credenciales
académicas en regla, como en el caso de Behe citado más arriba. Para el
público general puede ser dificultoso distinguir esas apariencias de un
verdadero argumento científico.
Y, de hecho, para inactivar esa iniciativa política fue necesaria una
reacción masiva de la élite científica española, incluidos los
directores de los institutos del CSIC
de Ciencias del Mar, Ciencias de la Tierra, Ciencia y Tecnología de
Polímeros, Acústica, Química Orgánica General, Investigación en
Inteligencia Artificial y Diagnóstico de Enfermedades Moleculares, y del
Centro Nacional de Microbiología, el Centro de Referencia Linux, la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats (ICREA), el Instituto Canario de Ciencias Marinas, el CIC biomaGUNE, el Instituto de Neurociencias de Castilla y León
y el departamento de biotecnología de la Oficina Europea de Patentes.
Estos científicos no opusieron un manifiesto abortista a la Declaración
de Madrid. Se limitaron a señalar que la ciencia es neutral sobre ese
punto.
En el actual debate del aborto abierto por Gallardón no ha habido por el momento declaraciones de Madrid de ningún tipo.
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