¿Quién no se ha perdido alguna vez? Perderse forma parte de la
experiencia humana. Nos perdemos de niños, nos perdemos de adultos, nos
perdemos al enamorarnos y nos perdemos inexorable y definitivamente
entre las brumas de la vejez. Pero hay gente que se pierde más, que casi
han hecho de perderse un desafío, si no un destino. Son los que se
adentran en los confines, los que escapan de los caminos trillados, los
que buscan nuevas sendas, retos y horizontes. Famosos aventureros y
exploradores se han perdido a puñados a lo largo de la historia. Algunos
han tenido la fortuna de reencontrar el camino o de que los rescatasen.
O de no haberse realmente perdido, como Livingstone,
que se sorprendió cuando Stanley le dijo que lo buscaban, y que
paradójicamente es el icono de los exploradores perdidos. Pero muchos
han desaparecido completamente y se sigue ignorando su suerte
—seguramente mala—. Rastrearlos, como han hecho y hacen diferentes
expediciones, resulta iluminador y emocionante, una gran aventura.
Encontrarlos, estén en el estado que estén, sería la caraba.
El gran paradigma de explorador perdido e infructuosamente buscado hasta el momento es el coronel británico Percy Harrison Fawcett,
desaparecido en 1925 en el Matto Grosso brasileño con su hijo y un
amigo en una de sus expediciones en busca de la legendaria ciudad
escondida de Z en la Amazonia. Convertido él mismo en un mito, Fawcett
ha sido tratado de hallar sin resultado por numerosas expediciones cuyos
miembros lo han pasado tan fatal como el mismo explorador perdido: más
de 100 personas han muerto durante la búsqueda. Seguramente el coronel
fue asesinado por los indios o murió de enfermedad en el infierno verde
de la jungla infestada de anacondas, pero los más soñadores le imaginan
un destino como rey de una ignota civilización, émulo afortunado de su
kiplingnesco compatriota Daniel Dravot en el Kafiristain.
Tampoco se ha encontrado aún ni rastro de Friedrich Wilhelm Ludwig
Leichhardt, explorador alemán y desertor del ejército prusiano
desaparecido en 1848 mientras trataba de cruzar Australia con seis
acompañantes y 80 animales de carga. Es difícil decir dónde se habrán
metido.
Es un misterio también la suerte de otro explorador desaparecido
mucho antes, John Cabot o Giovanni Caboto, el gran navegante italiano al
servicio de Inglaterra que zarpó de Bristol en 1498 con cinco barcos en busca de Cipango —la misma idea de Colón, pero por el norte— y del que no ha vuelto a saberse nada más.
Tampoco se conoce bien qué fue del gran Henry Hudson, aunque podemos
temer lo peor dado que la última vez que se le vio, el 23 de junio de
1611, fue al abandonarlo arteramente en una chalupa en las inmensidades
heladas de la bahía que lleva su nombre la tripulación del Discovery, amotinada al grito de “¡mejor ahorcados en casa que muertos de hambre lejos!”.
A nuestro Hernando de Soto quizá se lo encuentre algún día drenando
el Misisipi: allí, en el río que él mismo descubrió, cerca de Natchez,
arrojaron en secreto en 1542 su cadáver sus hombres para impedir que los
indios, que creían que el explorador era un dios, salieran de su gran
error. La desaparición fluvial la comparte De Soto con Mungo Park, que
yace en algún lugar del río Níger, al que se lanzó para escapar de los
hostiles hausas. Para un repaso pormenorizado a buen número de
exploradores perdidos véase Lost explorers, de Ed Wright (Pier, 2008). Otro puñado en Vanishes! Explorers forever lost, de Evan L. Balkan (Menasa Ridge Press, 2007).
Al conquistador Francisco de Orellana lo enterraron en 1546 al pie de
un árbol en la Amazonia. Indiana Jones lo encuentra momificado con
armadura y todo en su última película, pero dado que lo hace en Nazca, a
más de 2.000 kilómetros de la zona donde murió, podemos seguir
buscándolo.
Entre los navegantes perdidos de la edad de oro de la exploración
náutica figuran Giovanni da Verrazzano, prosaicamente desaparecido en
las barrigas de los indios caribes, y los portugueses Gaspar Corte Real,
desaparecido tras alcanzar la península de Labrador, y su hermano
Miguel, que fue a buscarlo y también se perdió.
Es un clásico tratar de encontrar a un explorador desaparecido —en
plan Los hijos del capitán Grant— y desaparecer también. Ocurrió con
varias de las ¡más de 50 expediciones! enviadas en pos de sir John
Franklin, cuya misteriosa desaparición al frente de sus barcos de
exploración en busca del paso del noroeste Erebus y Terror
en 1846 conmovió y obsesionó a los británicos durante más de una década
—“In Baffin’s Bay where the whale-fish blow / The fate of Franklin no
man can know”—. Finalmente, en 1859, se dio con las tumbas, esqueletos y
mensajes de algunos de los exploradores. Hubiera sido mejor no
encontrarlos porque era evidente que, por mucho eufemismo que se le
echara, habían practicado el canibalismo.
El propio Franklin aún no ha aparecido. Uno de los barcos enviados en busca de su expedición, el HMS Investigator
(!), también perdido, ha sido hallado 150 años después, en 2010, por
arqueólogos canadienses que buscaban (y siguen haciéndolo) el Erebus y el Terror.
En 1985 el análisis de algunos de los restos de los marinos de Franklin
—varios de ellos preservados abracadabrantemente en el permafrost—
reveló envenenamiento por el metal de las latas de comida.
Entre los muchos desaparecidos en las dunas (como el ejército entero
del rey persa Cambises, camino de Siwa: algún día aparecerá) figura el
explorador irlandés Daniel Houghton, cuyo último despacho antes de
adentrarse en el Sáhara data de 1793; aún no ha salido, pongámonos pues
en lo peor. El navegante moderno perdido más famoso quizá sea Joshua
Slocum desaparecido con su Spray en 1909. En 1939 se perdió en el mar el
aventurero Richard Halliburton —autor de la primera foto aérea del
Everest y que una vez llevó a volar con él al jefe de los cazadores de
cabezas dayak—. Halliburton, al que se le acredita un romance con Ramón
Novarro, trataba de atravesar el Pacífico de Hong Kong a San Francisco
en un junco chino, el Sea Dragon.
Famosos aventureros perdidos son también el inspirador Everett Ruess,
desaparecido en 1934 con 20 años en el desierto de Utah (unos huesos
hallados en 2009 se le han atribuido pero con dudas: habría sido
asesinado por indios ute para quitarle sus dos burros). Qué decir de
Michael Rockefeler, retoño de la familia desaparecido en una expedición a
Nueva Guinea en 1961 mientras trataba de alcanzar la orilla desde una
canoa...
La exploración polar nos ha dejado un sinnúmero de exploradores
perdidos y presumiblemente congelados. Tengo una querencia por Belgrave
Edward Sutton Ninnis, teniente de los Fusileros Reales y miembro de la
expedición de Mawson, que en 1912 se cayó en una grieta en la Antártida y
no volvió. Como también la tengo por otro que sigue en aquel reino
helado, Titus Oates, el corajudo miembro de la derrotada partida de
ataque de Scott al Polo Sur y que dejó la tienda en plena ventisca,
rumbo a una muerte cierta, para dar una oportunidad a sus camaradas. A
Oates nunca se le ha hallado. Cherry-Garrad dio con sus calcetines: no
habría ido muy lejos sin ellos en la Antártida. Quién sabe, quizá se lo
encuentre ahora Ranulph Fiennes en su travesía del continente blanco.
Cosas más raras han pasado: miren el caso de George Mallory,
perdido en el Everest en 1924 y encontrado en 1999 como si por él no
hubieran pasado los años, por así decirlo —excepto si le mirabas la
cara—. Por cierto, añadan en la lista de los más importantes personajes a
encontrar a su acompañante de cordada, el bello y resuelto joven Andrew
Irvine, que quizá lleve aún consigo la prueba fotográfica de que
hubieran hecho cima (es una remota posibilidad) antes de caer.
Regresemos a los exploradores polares para recordar que a Amundsen, el rival y vencedor de Scott,
no se le ha encontrado nunca: desapareció sobrevolando el mar de
Barents en 1928 mientras participaba, precisamente, en la búsqueda de
otro explorador, Nobile (que fue hallado vivo). En 2004 y 2009 la marina
noruega trató sin éxito de localizar con un submarino no tripulado los
restos del hidroavión Lathman en que volaba Amundsen.
La noticia de que este verano, en el 75º aniversario de su
desaparición, se ha reemprendido la búsqueda de la pionera de la
aviación Amelia Earhard, perdida a los mandos de un aeroplano Lockheed
10 E en 1937 en algún lugar del ancho Pacífico entre Nueva Guinea y la
isla de Howland, es un estímulo para la imaginación. ¿Qué fue de la bella Amelia y de su copiloto Fred Noonan?
Probablemente marraron el rumbo y el avión, sin combustible, se
precipitó en el océano: allí estarán, bajo el agua, los rubios cabellos
de la aviatrix devenidos remedo de algas. Una hipótesis menos probable
es que cayeran en manos de los japoneses que los habrían tratado como
espías y ejecutado.
Muy lejos de allí, en el Mediterráneo, desapareció el 31 de julio de 1944 otro de los grandes mitos de la aviación, Antoine de Saint-Exúpery.
El aventurero escritor y piloto ya había bordeado la desaparición años
antes como aviador de la línea Aéropostale y especialmente luego cuando
se perdió en 1935 al estrellarse su aeroplano en el Sáhara egipcio cerca
de Wadi Natrun y pasar cuatro días a la deriva en el desierto
pertrechado con dos naranjas, hasta dar con un beduino.
La desaparición de 1944 fue definitiva: Saint-Ex volaba en su caza
P-38 adaptado para reconocimiento (y desarmado) y no regresó jamás de su
misión a la base de Córcega de la que había despegado. Desde entonces
se han ido recuperando del mar pruebas más o menos concluyentes de su
muerte —aún hay controversia—: un brazalete con su nombre, restos del
avión, incluso se le atribuye un cuerpo hallado por un pescador poco
después de su desaparición. Dos pilotos de la Luftwaffe han reivindicado
hasta ahora el derribo con un entusiasmo más propio de haber cazado a
George Preddy, el as de los Mustangs (los aeroplanos, no el grupo
musical), que al autor de El principito.
En el apartado de los aviadores perdidos tenemos también a Charles
Nungesser, exhúsar, as de caza francés (43 victorias), y aventurero,
cuya desaparición en 1927, al tratar de volar en el biplano L'oiseau blanc el primero de París a Nueva York sin escalas, es uno de los grandes misterios de la historia de la aviación.
Si de aviadores hablamos no podemos olvidar a los españoles Mariano Barberá y Juaquín Collar, los pilotos del famoso Cuatro Vientos.
El aeroplano, un Breguet XIX Gran Raid fabricado para la ocasión, había
volado con gran éxito de Sevilla a Cuba, saliendo el 10 de junio de
1933 y llegando al día siguiente. Pero se perdió al continuar el 20 de
junio hacia México. Las numerosas operaciones de búsqueda desde entonces
(la última en 2003, por el buque oceanográfico Onjuku de la Armada
mexicana, véase El vuelo del Cuatro Vientos, de Domínguez y
Fernández-Coppel, Oberón, 2003), resultaron infructuosas. Según una
teoría, los aviadores habrían realizado un aterrizaje forzoso en la
sierra mazateca de Oaxaca y habrían sido asesinados por lugareños para
robarles.
El pionero aviador australiano Charles Kingsford Smith, al que una
vez salvaron de ahogarse en Sidney (hay gente que no escarmienta), por
no hablar de que le amputaron parte del pie izquierdo al ser derribado
durante la I Guerra Mundial, desapareció en 1935 en un vuelo de récord
mientras volaba entre Allahabad (India) y Singapur. De su avión, el
Lockeed Altair Lady Southern Cross, se encontraron casi dos años después
trozos en la costa birmana y en 2009 un equipo de filmación aseguró
haber hallado el resto del aparato. Kingsford-Smith había sido objeto de
polémica cuando en 1929 realizó un aterrizaje de emergencia en
Australia y se le dio por perdido. Dos aviadores murieron al estrellarse
su propio avión durante la búsqueda y sentó muy mal que el piloto
desaparecido y su tripulación se hubieran emborrachado durante la
espera.
¿Tiene sentido buscar a toda esa legión de desaparecidos? (¡y no nos
dejemos a la legendaria legión perdida, la IX Hispania!). Aparte de los
enigmas históricos que plantean muchas de esas desapariciones y que
podrían quedar resueltos, no olvidemos que al igual que perderse es algo
indisociable de nuestra naturaleza (a pesar del GPS), la curiosidad y
el afán de esclarecer misterios se cuentan entre nuestros impulsos más
fuertes. Así que mientras haya un explorador perdido, qué caramba, lo
seguiremos buscando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario