La producción de alimentos deberá incrementarse en un 50 por ciento
de aquí al año 2050. Es una oportunidad única para países que, como
Colombia, tienen el potencial de expandir sustancialmente su producción
agrícola.
Pero satisfacer esa demanda y aprovechar esa oportunidad entrañan
enormes retos, puesto que el destino de la producción de alimentos
estará ligado a la forma como se afronte el cambio climático y se
detenga el deterioro de los ecosistemas, de la biodiversidad y de los
recursos de agua dulce. Así lo subraya el informe The great balancing
act, del World Resources Institute (WRI), que muestra cómo estos
factores ambientales están interrelacionados en forma profunda y
compleja y han sido, con mucho, generados por la agricultura industrial y
por la tradicional.
En primer término, la actividad agropecuaria genera el 24 por ciento
de las emisiones globales de gases de efecto invernadero (GEI) a través
de diversos procesos: la deforestación, mayoritariamente fruto de la
apertura de la frontera ganadera en el mundo tropical, que libera el CO2
capturado en el bosque; los sistemas tradicionales de labranza, que
liberan CO2; la fertilización con nitrogenados, que libera los óxidos
nitrosos, y la ganadería, que, a partir de procesos fermentativos del
alimento que ingresa al rumen de los animales, emite metano, un GEI con
un poder de calentamiento veinte veces mayor que el CO2.
A su vez, la agricultura da cuenta del 70 por ciento del agua dulce
utilizada y extraída de las fuentes superficiales y subterráneas, de la
cual el 90 por ciento no es reusada. Y la contaminación con los
nutrientes utilizados en los cultivos crea, por escurrimiento, zonas
degradadas o ‘muertas’ de agua dulce y costeras.
Según WRI, “si se fracasa en solucionar los impactos ambientales de
la agricultura, se obstaculizaría severamente la producción de
alimentos”. Se estima que el suelo degradado afecta el 20 por ciento del
área cultivada y que la pérdida de bosques está generando sequías y
escasez de agua en los ámbitos regionales. Y la destrucción del bosque y
otros ecosistemas para dedicar sus suelos a actividades agropecuarias
está generando una desestabilización del ciclo del agua, con el aumento
de las inundaciones en épocas lluviosas y con el incremento de la
escasez del líquido en las épocas secas. Y, a su vez, las mayores
temperaturas están comenzando a producir extremos en las estaciones
secas y de lluvias, olas extendidas de calor y cambios en los patrones
regionales de lluvias, fenómenos todos que estamos presenciando y que se
agudizarán a medida que avance el calentamiento global, ya inevitable.
Además, la subida del nivel del mar destruirá suelos que hoy se dedican a
la agricultura, y salinizará valiosos acuíferos costeros, arruinando
una fuente de agua de intenso uso en los cultivos.
Si no se actúa, se produciría un negativo impacto en las cantidades
producidas y en la productividad de los cultivos, y la meta de proveer
de alimentos a los 800 millones de habitantes bajo la línea de nutrición
y a los 2.300 millones en que se incrementará la población, hacia el
año 2050, se podría convertir en una quimera.
Lo esperanzador del informe del WRI es que muestra que es factible
detener el deterioro de los ecosistemas y restaurar aquellos que son
críticos por los servicios que prestan a la actividad agropecuaria –como
el agua, el control de plagas y la polinización (recuérdese la actual
crisis de las abejas)–, hacer un uso más racional del agua, reducir
sustancialmente las emisiones de gases de efecto invernadero y adaptarse
a aquellos impactos inevitables del clima cambiante.
Lograrlo es un reto formidable, pero se puede. Y, en el caso de
Colombia, este reto hay que enfrentarlo en forma integrada con los
cambios que el proceso de paz, de concretarse, introduciría en el
desarrollo agrícola del país.
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