Los enemigos del hombre son cuatro: el mundo, el demonio, la carne y
el ruido. El Tribunal Supremo acaba de refrendar una sentencia de la
Audiencia Provincial de Huesca de 2011 que condenaba a José Luis
Fariñas, uno de los tres propietarios de la sala o pub Central Brunito
por un delito ambiental y de lesiones. Central Brunito, sito en la
localidad oscense de Fraga, armado y peligroso con música tonante,
atormentaba de forma inmisericorde a los vecinos del inmueble, Jaime
Serra y su esposa. Día tras día, los querellantes sufrieron los efectos
estupefacientes de las melopeas del pub. Empezaron a sufrir trastornos
psicológicos como fatiga crónica, déficit de sueño, estrés y un deseo
irreprimible de derruir el tabernáculo del ruido. El pub se cerró en
2008, pero el matrimonio Collet todavía necesita medicación para dormir.
Una vez que han ganado el caso, y con el chiringuito musical cerrado,
los demandantes se apuntan a la generosidad y defienden un hipotético
indulto parcial al único condenado (uno de los otros dos socios es el
exalcalde de Fraga), para que la pena de cárcel se reduzca desde los
cuatro años hasta los 18 meses.
La sentencia, como otras anteriores en Sevilla y Granada, indica que
los tribunales se toman en serio el daño personal y colectivo que
produce el ruido. Como España es uno de los países más estruendosos del
planeta, donde se argumenta gritando, se circula en moto petardeando o
en coche con altavoces sonando bacalao a pleno volumen y se celebran los
triunfos futbolísticos con berridos colectivos estentóreos, la
sentencia del Supremo promete un cambio social de cierta magnitud.
No obstante, el giro no está garantizado. Para prolongarlo y
convertir el silencio o la conversación discreta en costumbre nacional,
la autoridad en cada caso debería velar por bajar los decibelios en las
tertulias de intelectuales tronados, poner en su justa cadencia las
obras municipales de forma que no se acumulen los martillos neumáticos
en una misma calle a la misma hora y multar con dos años de servicios
sociales a todo vehículo que circule a 30 por hora con las ventanillas
bajas y los altavoces a máxima potencia. Y de paso, que se sancione la
contaminación acústica y retórica de las campañas electorales.
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