viernes, 28 de diciembre de 2012

El hombre que susurraba a los buitres

Los buitres, decenas de ellos, planeaban sobre mi cabeza. El paisaje se abría en largos barrancos sobre un horizonte inabarcable. Hacía frío. Los grandes pájaros descendían majestuosos y hambrientos. Me pellizqué a través del anorak, pero no era un sueño. Al cabo de un rato estaba sentado en medio de dos centenares de enormes buitres leonados. Uno se acercó con un caminar zancajoso hasta menos de un metro de mi cara y, lamiéndose el pico, me escudriñó con sus grandes ojos marrones que aparentaban indiferencia. Yo tragué involuntariamente saliva y procuré parecer muy vivo.
Tal y como están los tiempos ir a ver buitres es sin duda una actividad aleccionadora. Eso me dije cuando una amiga, Gemma, me propuso una excursión para observar a esas aves en Huesca. “¿No te gustan tanto los pájaros? Pues allí vas a tener más de los que te imaginas”. Me tenía que haber puesto en guardia el sonsonete pero, ya lo apuntó Esquilo, nos pierde la vanidad y yo me las doy de consumado birdwatcher, así que un viernes partimos un abigarrado grupo —una mayoría pensando más en la ruta del vino de Somontano que en las emplumadas criaturas— hacia nuestro Cáucaso particular, que en este caso se encontraba en el parque natural de la Sierra y los cañones del Guara, en el Alto Aragón.
Dado que en la aventura también participaba mi competidor más directo en la observación de aves, Evelio P., ducho en tantas triquiñuelas como yo a la hora de dar ánsar común por barnacla cuellirroja, me documenté extensamente sobre los buitres, para no perder comba y destacar en las sobremesas. Como siempre, acabé leyendo lo más inquietante. “Si usted camina deliberadamente entre un grupo de buitres cuando están comiendo se encontrará con unos monstruos siseantes que recelarán y escaparán volando hasta el árbol más cercano”, señala Roger Caras en Dangerous to man (Pelican, 1978). “Pero a veces no. Debe precaverse ante algunos individuos que no les gusta ser molestados y responden agresivamente ante las interferencias” (el subrayado es mío). En otro de mis libros de cabecera, Deadly animals, savage encounters between man and beast (Penguin, 2010), Gordon Grice es más concreto y, entre otras cosas, explica el caso de un motorista atacado por un buitre en Nueva Jersey y que tratando de escapar del ave se mató al chocar contra un coche. Sonaba ominoso.
Pasamos la noche en Carmen de Arnas, una encantadora y romántica hasta decir basta casa de turismo rural en Colungo. Tuve pesadillas, pero creo que fueron los gin-tonics.
A la mañana siguiente partimos hacia la gran aventura. Atravesando una tierra ancha y hosca pero grandiosa llegamos a Santa Cilia de Panzano, donde Laura, una especie de Marian de Sherwood encarnada en responsable del centro de interpretación del parque, nos puso en manos de José Manuel Aguilera (sic), presidente del Fondo de Amigos del Buitre (www.fondoamigosdelbuitre.org), que no es un fondo de inversión, sino una entregada asociación que vela por ellos, por los buitres. En pos de Manuel, un tipo notable donde los haya, caminamos por un sendero hacia el comedero en la montaña en el que se suministra pitanza a los buitres. Cuando vi que nuestro cicerone cargaba una carretilla con despojos ensangrentados empecé a preguntarme si aquello había sido una buena idea. Confíé en que los buitres sabrían distinguir entre una pata de cabra y yo.
El ánimo del grupo, que hasta entonces había sido de qué buenos son los padres escolapios, qué buenos son etcétera, mezclado con efluvios de Seagram’s, se fue ensombreciendo durante el ascenso hacia la pedriza de Santa Cilia, especialmente cuando empezaron a sobrevolarnos los primeros buitres, grandes como B-29, atraídos por la presencia de Manuel —que se había puesto un llamativo impermeable rojo sangre— y su promesa de carroña.
A la vista de que en el lance Manuel era el hombre a tener a favor traté de intimar con él, de especialista a especialista, haciendo ostentación de mis binoculares Swarovski y subrayando qué distinto era yo del resto de la tropa, incluido un ornitólogo inglés que se nos había sumado. Manuel me miró con el interés que uno pone en un zarapito vulgar mientras yo le hablaba, jadeando al caminar, de los marabúes del Mara River y de la devoción de los antiguos egipcios por los buitres, que los hicieron representación de la diosa Nekhbet y colocaban en sus garras el signo de infinito, shen.
Pero él iba explicando cosas a su aire, aleccionando al grupo y preparándolo cuidadosamente para el encuentro. “Los buitres son una república, todos vigilan, todos comen, así ha sido siempre”, decía entrelazando de manera hipnotizante en su relato ciencias naturales, experiencias personales y sabiduría popular. Qué tipo. “No vienen aquí por hambre, ya lo hacían antes de que en 2005 cerraran los muladares, les gusta el sitio”. Manuel, que cantaba sus virtudes —son fieles a la pareja, no atacan a seres vivos, comparten, no se pelean, son sostenibles— deplora que las cosas no van bien para los buitres (¡toma!, ni para nadie). Les tiene un cariño especial. “Son muy limpios, tienen que serlo dado su oficio; se están acicalando continuamente y tienen un ácaro que se les come los restos de carne podrida que les queda entre las plumas. También se orinan y excrementan en las patas para desinfectarse”. Carlos Trías, que le ayudaba con la carretilla, puso una cara rara. Los buitres, entretanto, se iban juntando en la pedriza emitiendo un gruñido intranquilizador. “Aquí grabaron sus voces los de Hollywood para ponerlas a los dinosaurios de Parque Jurásico”, apuntó alegremente Manuel. Sus últimas instrucciones antes de acceder al lugar de encuentro y hacernos sentar en el gran anfiteatro natural no dejaron de parecerme inquietantes: “No acerquéis las manos, los picos cortan como bisturíes. Fijaros si se excitan: les sale un moquillo por la nariz y estornudan”. Me dije que al primer estornudo yo me lanzaba pedrera abajo, y que me pillaran.
Así que de repente ahí estábamos, sentados, muy quietos, entre una multitud de alados necrófagos, dos centenares largos, contó Manuel, que se zamparon en segundos el contenido de la carretilla volcada. Cada uno de nosotros permanecía enfrascado en sus pensamientos. Los míos eran sombríos.
“Bueno, pues esta es mi familia, parte de ella”, explicaba con voz tierna Manuel. “La cigueña se equivocó, trajo a casa un niño en vez de un buitre. Siempre me han gustado, siempre he querido ir con ellos. De pequeño me escapaba al muladar, me metía en una carcasa vieja y los esperaba”. ¿Y tienes todos los dedos?, inquirí en un susurro. “Todos”. Manuel continuó como si narrara un cuento en aquel ambiente sepulcral, en el que solo se oía el trasegar de carne y huesos. “Siempre he creído que llevaban las almas al paraíso”. El comentario conjuró en mí imágenes mucho menos amables de descarnamiento en el Tíbet. Cerré los ojos y al abrirlos me encontré frente a frente con la mirada de un buitre que a lo mejor se pensó que yo estaba muerto. Pegué un bote. Puso cara de decepción.
“Hora de marcharse”, anunció Manuel. Nos dijo que él se quedaba un poco más, gozoso de estar a solas con ellos. ¿Qué les vas a explicar, Manuel? “He de romper el hechizo, para que vuelvan a ser salvajes”, respondió, y supe que no era una broma. Y allí se quedó. A veces se duerme entre ellos. Al cabo de un rato volví la cabeza y me pareció que hablaba con las aves. El hombre que susurraba a los buitres. Lo observé, tendido, rodeado de los grandes pájaros que parecían escucharle atentamente, con cariño, casi con una suerte de amor. Y, para mi sorpresa, de vuelta entre la gente, me di cuenta de que sentía por el hombre de los buitres no solo una gran admiración, sino una enorme envidia.

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