lunes, 24 de diciembre de 2012

La crisis y los problemas ambientales

Como era de esperar, la crisis de la economía financiera, tuvo casi inmediatamente repercusiones muy negativas sobre la economía real, que todavía estamos sufriendo
ECOticias.
La presente crisis económica tiene unas causas básicas bien conocidas. En primer lugar, el crecimiento desmesurado de la economía financiera en detrimento de la economía real, con lo que ello suponía con respecto al crecimiento ficticio de la riqueza. En segundo, el desmantelamiento de las regulaciones sobre el sistema financiero, introducidas tras la Gran Depresión de 1929, y que permitieron un desempeño aceptable de la economía mundial: desmantelamiento fruto del triunfo de una serie de creencias iluminadas con respecto a la autorregulación de los mercados, y sobre las que una parte importante de la Economía alertó del peligro que suponían. A ello se unió, en tercer lugar, la introducción de una serie de incentivos perversos con respecto a la remuneración de los responsables de las principales empresas que, ligándolos a la cotización bursátil, estimulaban las decisiones especulativas y de corto plazo. Finalmente, la complicidad de las agencias de calificación en todo este proceso, concediendo la máxima nota a títulos carentes de valor, a la que acompañó, como consecuencia natural, el papel de las compañías aseguradoras cubriendo el riesgo de dichas inversiones, cerraba el círculo.
Como era de esperar, la crisis de la economía financiera, tuvo casi inmediatamente repercusiones muy negativas sobre la economía real, que todavía estamos sufriendo: desempleo, empobrecimiento generalizado y recesión. No hace falta recalcar la amplitud del sufrimiento humano causado por la codicia de un sistema financiero no regulado, junto con la irresponsabilidad de una clase política que no quiso atajar este proceso cuando se estaba produciendo, ni adoptar las medidas correctoras con respecto a los verdaderos culpables, cuando la crisis se hizo manifiesta.
Todo lo anterior es bien conocido, y no hace falta detenerse en ello. Quizá valga la pena, sin embargo, analizar un aspecto también relevante de las consecuencias de esta crisis: su repercusión sobre la evolución de los principales problemas ambientales.
La crisis económica: ¿una bendición ambiental?

Ciertamente, a corto plazo, la crisis ha supuesto una relajación con respecto a la presión sobre algunos activos naturales. El caso más obvio, pero no el único, es el de los gases de efecto invernadero y el cambio climático. La caída de la actividad económica en los principales países industriales ha supuesto la correspondiente disminución en las emisiones de estos gases: un fenómeno paralelo al ocurrido con el desmoronamiento en Europa del bloque socialista y la Unión Soviética, y que dio lugar a la aparición del problema del “aire caliente” en las negociaciones del Protocolo de Kioto.
No es mucho, sin embargo, el alivio que cabe esperar de esta menor presión.
Los países europeos, por un lado, ya eran los más comprometidos en la lucha contra el cambio climático. La crisis, al poner en primer plano los problemas del paro y la recesión, arrincona la problemática ambiental en los últimos puestos de la escala de prioridades. En cualquier caso, el peso que tiene la Unión Europea en la resolución del problema del cambio climático se acerca a marchas forzadas hacia la irrelevancia: reducciones sustanciales de sus emisiones tienen un impacto muy reducido a escala global, dado su pequeño peso relativo.
Los países emergentes, por su parte, han sorteado la crisis con mucha mayor rapidez  y menor costo: el caso de China, por un lado, y América del Sur, por otro, son bien representativos. Ambos casos están relacionados, y las perspectivas que ofrecen para la evolución de los problemas ambientales no son precisamente halagüeñas.
Crisis y problemas ambientales: una visión menos optimista

Como se apuntaba más arriba, los gravísimos problemas que ha traído consigo la crisis han relegado la problemática ambiental a un lugar muy secundario en la escala de prioridades.
La calidad ambiental es un bien superior, cuya elasticidad-renta es mayor que la unidad. Este aspecto, mucho más acusado en aquellos activos naturales cuyos servicios inciden de manera directa y perceptible en la calidad de vida de los ciudadanos, explica en parte la mejora que se produjo con respecto a la situación de muchos activos ambientales locales en los países desarrollados en las épocas de auge. Si bien esta mejora no se observó de forma nítida con respecto a aquellos problemas ambientales de carácter más global y menos presentes en el día a día, tal y como predicen los estudios empíricos asociados a las Curvas Ambientales de Kuznets, no es menos cierto que también con respecto a ellos se produjo un incremento de la sensibilización y concienciación ambiental en las sociedades desarrolladas. Ahora bien, si una elevada elasticidad demanda-renta tiene un impacto positivo sobre la calidad ambiental en épocas de auge y prosperidad, lo contrario también es cierto cuando la economía entra en una fase de recesión: la importancia otorgada a las variables ambientales cae más deprisa que la propia renta. No es de extrañar, por tanto, que la preocupación por la calidad y la sostenibilidad ambiental haya pasado a ocupar un lugar muy secundario.
A ello conviene añadir un segundo fenómeno, muy anterior a la crisis, que también tiene un impacto negativo sobre las perspectivas futuras del cuidado y la conservación del medio natural.
En efecto, desde mucho antes de que surgiera la presente crisis, las economías desarrolladas en general, y la española en particular, han experimentado un empeoramiento progresivo de la distribución de la renta. Hoy nos encontramos, por tanto, no sólo con una sociedad más empobrecida, sino también más polarizada. Las consecuencias que ello tiene para la gestión de la propia crisis son fáciles de adelantar, y han sido convenientemente documentadas (véase, por ejemplo: Kumhof y Rancière, 2011). Esta creciente polarización resulta en una pérdida paralela de cohesión social y de legitimidad del sistema, en otras palabras, en una pérdida de aquellas formas de capital social que redundan en beneficio del colectivo social amplio, y su sustitución por otras más defensivas y excluyentes, nocivas desde el punto de vista del bienestar colectivo.
En estas condiciones, no debe sorprender que todos los esfuerzos de las políticas públicas se dirijan a tratar de resolver los problemas del desempleo y del crecimiento, sin poner en cuestionamiento la esencia del modelo económico vigente: respetando la jerarquía de la economía financiera. En este sentido, el freno que podría haber supuesto la degradación ambiental asociada a muchas de estas políticas, volcadas de nuevo en soluciones ilusoriamente fáciles con resultados aparentes en el muy corto plazo, han prácticamente desaparecido. No sólo la demanda de sostenibilidad y calidad ambiental ha caído sustancialmente, sino que el capital social que había incorporado al entorno natural como parte integrante de su patrimonio se ha volatilizado en gran medida #(1). Los activos naturales y ambientales han dado un paso atrás cualitativamente gravísimo en el orden de prioridades públicas, abandonando su estatus como patrimonio natural y volviendo a su vieja categoría de recursos naturales.  En efecto, aquellas sociedades que  se encuentran en un nivel muy bajo de desarrollo y no cubren satisfactoriamente las necesidades más básicas de su población, tienden a contemplar el medio natural como una fuente de recursos naturales que, transformado y explotado económicamente, permite satisfacer algunas de las necesidades más perentorias. Cuando la sociedad progresa, sin embargo, y las necesidades más básicas están cubiertas, la relación con el entorno cambia, y lo que era una fuente de recursos se transforma en un patrimonio natural, que como tal se respeta y conserva para su disfrute colectivo y no rival, y que en ocasiones llega a convertirse, incluso, en un componente más de la propia identidad social (Azqueta y Sotelsek, 2007). Lo que estamos observando en la actualidad es un retroceso sustancial en este sentido: la vuelta a la explotación económica del entorno como un recurso, sacrificando de forma muchas veces irreversible un patrimonio cuya conservación era un indicador de madurez y progreso social.
Finalmente, está por ver si se pone coto a la entrada de la especulación financiera en el mundo de las materias primas y alimentos (considerados como simples commodities) con las consecuencias que ello tendría no sólo con respecto al medio ambiente sino, lo que es más grave, con respecto al problema del hambre en el mundo.
Crisis y problemas ambientales globales

Los principales problemas ambientales globales, el cambio climático y la pérdida de diversidad biológica, no pueden ser resueltos sin el concurso de los países subdesarrollados y emergentes. Si bien es cierto que se hace necesario un cambio de modelo en el mundo desarrollado, un modelo menos intensivo en el consumo de energía y recursos naturales y en la generación de residuos, esto por sí solo no basta. Para resolver el problema se necesita, además, un cambio en el modelo de desarrollo de unos países emergentes que, sin embargo, difícilmente pueden ser considerados responsables de la degradación ambiental en pie de igualdad con los países desarrollados.
Las circunstancias actuales, desgraciadamente, no propician ni mucho menos tal cambio de modelo.
Por un lado tenemos países que, como la República Popular China, están experimentando tasas muy elevadas de crecimiento e industrialización, acompañadas de una creciente desigualdad y de un elevado deterioro ambiental. En las actuales circunstancias de estancamiento económico en las economías avanzadas, cuando no de abierta recesión, las presiones para que China atempere su ritmo de crecimiento por mor de un mejor desempeño ambiental no van a ser muy elevadas, máxime cuando se prevé un cambio de orientación en este país: un modelo de crecimiento que deje paulatinamente de ser impulsado por el auge de las exportaciones y se apoye en mayor medida en el crecimiento de la demanda interna. Al fin y al cabo, el papel indirecto de este crecimiento en la reactivación de la economía mundial, vía demanda agregada, no puede desconocerse. Por otro lado, la presión popular sobre los propios dirigentes del país tampoco ayuda a aliviar esta tensión, salvo en casos muy puntuales y llamativos: como los mencionados estudios sobre la existencia de la “U invertida de Kuznets” ponen de relieve, es de esperar que la presión de la opinión pública china se manifieste en primer lugar con respecto a la degradación ambiental local (contaminación del aire y del agua en el entorno cercano) y, sólo en un más lejano largo plazo, sobre los problemas ambientales globales.
En el otro extremo de esta cadena se encuentra América del Sur. El subcontinente americano está sorteando la crisis con notable desempeño gracias, precisamente, a la demanda de materias primas procedente de China y otros países emergentes. En efecto, tanto el esfuerzo asociado a la industrialización, como la mejora de las condiciones de vida de la población en estos países, se ha traducido en un boom del precio de las materias primas que antecede en varios años a la crisis y que provocó, en su momento, la consiguiente alarma sobre los problemas de hambre y seguridad alimentaria que ello suponía para muchos países pobres. Curiosamente, y en contraste con las viejas teorías sobre la dependencia y el deterioro secular de los términos de intercambio que puso en circulación la CEPAL a mediados del siglo pasado, los países sudamericanos han acogido con entusiasmo este patrón de crecimiento y especialización. El problema, desde el punto de vista de la sostenibilidad, no es otro que el coste ambiental que lleva asociada la producción y exportación de alimentos y materias primas (minerales y energéticos). Por un lado, el elevado precio de los alimentos eleva en la misma proporción el coste de oportunidad de las tierras no cultivadas: el coste de la conservación de ecosistemas como el bosque tropical, los manglares y humedales, etc. Por otro, el elevado precio de minerales y recursos energéticos hace financieramente rentable su explotación, incluso en circunstancias muy adversas y acompañadas de un gran deterioro ambiental (Azqueta y Delacámara, 2008). La resultante de esta presión sobre la base natural con respecto al segundo de los problemas ambientales globales apuntados, la pérdida de diversidad biológica, no es difícil de adivinar. Al fin y al cabo, la principal causa de pérdida de especies no estriba en la sobreexplotación de aquellas que tienen un valor comercial, que también, sino que se debe a la pérdida del habitat de aquellas que no tienen ninguno (que incluso son desconocidas), pero que ocupan un espacio que tiene un coste de oportunidad financiero (agrícola o ganadero, por ejemplo).
Ahora bien, a pesar de que un elemental cálculo de rentabilidad económica mostraría con toda probabilidad que este patrón de especialización en la explotación de materias primas es ineficiente desde un punto de vista global, es difícil que, simplemente mostrando estos resultados, los países afectados cambien su comportamiento #(2).  La razón no es otra que la asimetría existente con respecto al reparto de los costes y los beneficios de un comportamiento más respetuoso con respecto al medio ambiente. El beneficio asociado a la conservación ambiental es un beneficio que estos países generarían a favor no sólo de ellos mismos, sino también del resto del mundo: una externalidad positiva para los demás. Por otro, sin embargo, los costes asociados a este modo de proceder (el coste de oportunidad de las divisas sacrificadas al renunciar a la explotación y exportación de una parte de estos recursos, o incurriendo en costes más elevados `para hacerlo de una forma respetuosa con el medio natural) quedarían en el interior de sus fronteras. Estos costes de oportunidad, es decir, los beneficios de la minería y explotación de los recursos naturales son, además, particularmente elevados en estas economías, desde una perspectiva social. En primer lugar, porque al tener como objetivo prioritario elevar la tasa de crecimiento, el precio de cuenta de la inversión (la relación entre la productividad marginal social del capital y la tasa social de descuento del consumo) es superior a la unidad, y estas divisas son, en gran parte, poder adquisitivo en manos del sector público. En segundo lugar, y para el caso de algunos países muy concretos (Argentina por ejemplo), que tienen muy difícil el acceso a los mercados financieros internacionales, es el propio precio de cuenta de la divisa el que es muy alto, haciendo que cualquier inversión que produzca divisas tenga una rentabilidad social igual al diferencial incorporado en el valor del riesgo-país.
En estas condiciones es difícil que el mundo desarrollado, si llegara a la conclusión de que en este momento le convendría un cambio de rumbo en los países emergentes, lo que ya de por sí es dudoso, convenza a estos países de que deberían modificar su modelo de desarrollo, y que éstos muestren algún interés por hacerlo en el corto plazo. Ello supondría sacrificar un rendimiento económico que, si bien tiene consecuencias ambientales negativas, sobre todo en el largo plazo, permite conseguir unos objetivos sociales sumamente valiosos en el corto; y que se beneficiaran de ello, sin contraprestación, quienes son en gran medida responsables del grado de deterioro ambiental que hoy sufre la humanidad.
La teoría económica más elemental muestra que una forma sencilla de resolver el problema de las externalidades es internalizándolas: haciendo que el responsable de su generación vea reflejado este impacto en su cuenta de resultados. En este caso, la internalización de la externalidad generada por aquellos países que conservan el entorno natural y reducen su presión sobre el medio natural (conservando sus bosques y humedales, reduciendo sus emisiones de gases de efecto invernadero, por ejemplo), se traduciría en que los países beneficiados por ello realizaran el pago correspondiente. De esta forma, la solución económicamente eficiente, sería también la socialmente más provechosa para los países que conservaran el medio natural.
La deuda ecológica, calculada a partir por ejemplo de la diferencia entere la huella ecológica de un determinado país, y la superficie biológicamente productiva del planeta (partiendo de la base de que todos los habitantes de la Tierra tienen el mismo derecho a disfrutar de sus servicios naturales y ambientales), podría ser un buen punto de partida, una vez que el cálculo de estas últimas haya adquirido el suficiente rigor conceptual. No parece, sin embargo, que los actuales sean tiempos propicios para abrir siquiera una discusión en este sentido.


CONCLUSIÓN
La actual crisis económica y financiera no sólo ha reducido parcialmente la presión sobre los activos naturales y ambientales, lo que es positivo, sino que ha relegado la preocupación con respecto a la sostenibilidad ambiental a un lugar muy secundario en el orden de las prioridades públicas, lo que puede tener consecuencias muy negativas en el medio y largo plazo. La presión a favor de un cambio de rumbo hacia un modelo de desarrollo más sostenible y respetuoso con el medio ambiente se ha reducido considerablemente. Puede que en los países europeos, las demandas sociales frenen en parte esta caída (aunque el caso de España no invita precisamente al optimismo) pero, en cualquier caso, el papel directo de Europa en la lucha contra la degradación ambiental, cada vez será más reducido. Distinto es el papel que Europa puede jugar, indirectamente, para convencer (y financiar) el cambio de rumbo en los países emergentes. En un contexto de crisis y depresión, sin embargo, y teniendo en cuenta la importancia del crecimiento de estas economías para la propia gestión de la crisis europea, los incentivos para desempeñar un papel de liderazgo en este sentido son, hoy por hoy, pequeños.
Referencias
Azqueta, D. y D. Sotelsek (2007). Valuing Nature: From Environmental impacts to Natural Capital. Ecological Economics, 63 (1): 22-30.
Azqueta, D. y G. Delacámara (2008). El costo ecológico de la extracción de petróleo: una simulación. Revista de la CEPAL, 94:59-74.
Kumhof, M. y R. Rancière (2011). Desigualdad igual a endeudamiento. Finanzas y Desarrollo, septiembre de 2011: 25-27.
Notas
(1).-El espectáculo dado en este sentido por Administraciones y partidos políticos de todos los colores y adscripciones territoriales para atraer el engendro conocido como Euro Vegas, no puede calificarse sino de esperpéntico.
(2)Distinguimos la rentabilidad financiera de una alternativa cualquiera, que redunda en un beneficio monetario para su promotor, de su rentabilidad económica, que recoge el impacto de dicha alternativa sobre el bienestar social.

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