Como era de
esperar, la crisis de la economía financiera, tuvo casi inmediatamente
repercusiones muy negativas sobre la economía real, que todavía estamos
sufriendo
ECOticias.
La presente crisis económica tiene unas causas básicas bien
conocidas. En primer lugar, el crecimiento desmesurado de la economía
financiera en detrimento de la economía real, con lo que ello suponía
con respecto al crecimiento ficticio de la riqueza. En segundo, el
desmantelamiento de las regulaciones sobre el sistema financiero,
introducidas tras la Gran Depresión de 1929, y que permitieron un
desempeño aceptable de la economía mundial: desmantelamiento fruto del
triunfo de una serie de creencias iluminadas con respecto a la
autorregulación de los mercados, y sobre las que una parte importante
de la Economía alertó del peligro que suponían. A ello se unió, en
tercer lugar, la introducción de una serie de incentivos perversos con
respecto a la remuneración de los responsables de las principales
empresas que, ligándolos a la cotización bursátil, estimulaban las
decisiones especulativas y de corto plazo. Finalmente, la complicidad
de las agencias de calificación en todo este proceso, concediendo la
máxima nota a títulos carentes de valor, a la que acompañó, como
consecuencia natural, el papel de las compañías aseguradoras cubriendo
el riesgo de dichas inversiones, cerraba el círculo.
Como era de esperar, la crisis de la economía financiera, tuvo casi
inmediatamente repercusiones muy negativas sobre la economía real, que
todavía estamos sufriendo: desempleo, empobrecimiento generalizado y
recesión. No hace falta recalcar la amplitud del sufrimiento humano
causado por la codicia de un sistema financiero no regulado, junto con
la irresponsabilidad de una clase política que no quiso atajar este
proceso cuando se estaba produciendo, ni adoptar las medidas correctoras
con respecto a los verdaderos culpables, cuando la crisis se hizo
manifiesta.
Todo lo anterior es bien conocido, y no hace falta detenerse en ello.
Quizá valga la pena, sin embargo, analizar un aspecto también
relevante de las consecuencias de esta crisis: su repercusión sobre la
evolución de los principales problemas ambientales.
La crisis económica: ¿una bendición ambiental?
Ciertamente, a corto plazo, la crisis ha supuesto una relajación con
respecto a la presión sobre algunos activos naturales. El caso más
obvio, pero no el único, es el de los gases de efecto invernadero y el
cambio climático. La caída de la actividad económica en los principales
países industriales ha supuesto la correspondiente disminución en las
emisiones de estos gases: un fenómeno paralelo al ocurrido con el
desmoronamiento en Europa del bloque socialista y la Unión Soviética, y
que dio lugar a la aparición del problema del “aire caliente” en las
negociaciones del Protocolo de Kioto.
No es mucho, sin embargo, el alivio que cabe esperar de esta menor presión.
Los países europeos, por un lado, ya eran los más comprometidos en la
lucha contra el cambio climático. La crisis, al poner en primer plano
los problemas del paro y la recesión, arrincona la problemática
ambiental en los últimos puestos de la escala de prioridades. En
cualquier caso, el peso que tiene la Unión Europea en la resolución del
problema del cambio climático se acerca a marchas forzadas hacia la
irrelevancia: reducciones sustanciales de sus emisiones tienen un
impacto muy reducido a escala global, dado su pequeño peso relativo.
Los países emergentes, por su parte, han sorteado la crisis con mucha
mayor rapidez y menor costo: el caso de China, por un lado, y América
del Sur, por otro, son bien representativos. Ambos casos están
relacionados, y las perspectivas que ofrecen para la evolución de los
problemas ambientales no son precisamente halagüeñas.
Crisis y problemas ambientales: una visión menos optimista
Como se apuntaba más arriba, los gravísimos problemas que ha traído
consigo la crisis han relegado la problemática ambiental a un lugar muy
secundario en la escala de prioridades.
La calidad ambiental es un bien superior, cuya elasticidad-renta es
mayor que la unidad. Este aspecto, mucho más acusado en aquellos activos
naturales cuyos servicios inciden de manera directa y perceptible en
la calidad de vida de los ciudadanos, explica en parte la mejora que se
produjo con respecto a la situación de muchos activos ambientales
locales en los países desarrollados en las épocas de auge. Si bien esta
mejora no se observó de forma nítida con respecto a aquellos problemas
ambientales de carácter más global y menos presentes en el día a día,
tal y como predicen los estudios empíricos asociados a las Curvas Ambientales de Kuznets,
no es menos cierto que también con respecto a ellos se produjo un
incremento de la sensibilización y concienciación ambiental en las
sociedades desarrolladas. Ahora bien, si una elevada elasticidad
demanda-renta tiene un impacto positivo sobre la calidad ambiental en
épocas de auge y prosperidad, lo contrario también es cierto cuando la
economía entra en una fase de recesión: la importancia otorgada a las
variables ambientales cae más deprisa que la propia renta. No es de
extrañar, por tanto, que la preocupación por la calidad y la
sostenibilidad ambiental haya pasado a ocupar un lugar muy secundario.
A ello conviene añadir un segundo fenómeno, muy anterior a la crisis,
que también tiene un impacto negativo sobre las perspectivas futuras
del cuidado y la conservación del medio natural.
En efecto, desde mucho antes de que surgiera la presente crisis, las
economías desarrolladas en general, y la española en particular, han
experimentado un empeoramiento progresivo de la distribución de la
renta. Hoy nos encontramos, por tanto, no sólo con una sociedad más
empobrecida, sino también más polarizada. Las consecuencias que ello
tiene para la gestión de la propia crisis son fáciles de adelantar, y
han sido convenientemente documentadas (véase, por ejemplo: Kumhof y
Rancière, 2011). Esta creciente polarización resulta en una pérdida
paralela de cohesión social y de legitimidad del sistema, en otras
palabras, en una pérdida de aquellas formas de capital social que
redundan en beneficio del colectivo social amplio, y su sustitución
por otras más defensivas y excluyentes, nocivas desde el punto de vista
del bienestar colectivo.
En estas condiciones, no debe sorprender que todos los esfuerzos de
las políticas públicas se dirijan a tratar de resolver los problemas
del desempleo y del crecimiento, sin poner en cuestionamiento la
esencia del modelo económico vigente: respetando la jerarquía de la
economía financiera. En este sentido, el freno que podría haber
supuesto la degradación ambiental asociada a muchas de estas políticas,
volcadas de nuevo en soluciones ilusoriamente fáciles con resultados
aparentes en el muy corto plazo, han prácticamente desaparecido. No
sólo la demanda de sostenibilidad y calidad ambiental ha caído
sustancialmente, sino que el capital social que había incorporado al
entorno natural como parte integrante de su patrimonio se ha
volatilizado en gran medida #(1).
Los activos naturales y ambientales han dado un paso atrás
cualitativamente gravísimo en el orden de prioridades públicas,
abandonando su estatus como patrimonio natural y volviendo a su vieja categoría de recursos naturales.
En efecto, aquellas sociedades que se encuentran en un nivel muy bajo
de desarrollo y no cubren satisfactoriamente las necesidades más
básicas de su población, tienden a contemplar el medio natural como una
fuente de recursos naturales que, transformado y explotado
económicamente, permite satisfacer algunas de las necesidades más
perentorias. Cuando la sociedad progresa, sin embargo, y las
necesidades más básicas están cubiertas, la relación con el entorno
cambia, y lo que era una fuente de recursos se transforma en un
patrimonio natural, que como tal se respeta y conserva para su disfrute
colectivo y no rival, y que en ocasiones llega a convertirse, incluso,
en un componente más de la propia identidad social (Azqueta y
Sotelsek, 2007). Lo que estamos observando en la actualidad es un
retroceso sustancial en este sentido: la vuelta a la explotación
económica del entorno como un recurso, sacrificando de forma muchas
veces irreversible un patrimonio cuya conservación era un indicador de
madurez y progreso social.
Finalmente, está por ver si se pone coto a la entrada de la
especulación financiera en el mundo de las materias primas y alimentos
(considerados como simples commodities) con las consecuencias
que ello tendría no sólo con respecto al medio ambiente sino, lo que es
más grave, con respecto al problema del hambre en el mundo.
Crisis y problemas ambientales globales
Los principales problemas ambientales globales, el cambio climático y
la pérdida de diversidad biológica, no pueden ser resueltos sin el
concurso de los países subdesarrollados y emergentes. Si bien es cierto
que se hace necesario un cambio de modelo en el mundo desarrollado, un
modelo menos intensivo en el consumo de energía y recursos naturales y
en la generación de residuos, esto por sí solo no basta. Para resolver
el problema se necesita, además, un cambio en el modelo de desarrollo
de unos países emergentes que, sin embargo, difícilmente pueden ser
considerados responsables de la degradación ambiental en pie de igualdad
con los países desarrollados.
Las circunstancias actuales, desgraciadamente, no propician ni mucho menos tal cambio de modelo.
Por un lado tenemos países que, como la República Popular China,
están experimentando tasas muy elevadas de crecimiento e
industrialización, acompañadas de una creciente desigualdad y de un
elevado deterioro ambiental. En las actuales circunstancias de
estancamiento económico en las economías avanzadas, cuando no de
abierta recesión, las presiones para que China atempere su ritmo de
crecimiento por mor de un mejor desempeño ambiental no van a ser muy
elevadas, máxime cuando se prevé un cambio de orientación en este país:
un modelo de crecimiento que deje paulatinamente de ser impulsado por
el auge de las exportaciones y se apoye en mayor medida en el
crecimiento de la demanda interna. Al fin y al cabo, el papel indirecto
de este crecimiento en la reactivación de la economía mundial, vía
demanda agregada, no puede desconocerse. Por otro lado, la presión
popular sobre los propios dirigentes del país tampoco ayuda a aliviar
esta tensión, salvo en casos muy puntuales y llamativos: como los
mencionados estudios sobre la existencia de la “U invertida de Kuznets”
ponen de relieve, es de esperar que la presión de la opinión pública
china se manifieste en primer lugar con respecto a la degradación
ambiental local (contaminación del aire y del agua en el entorno
cercano) y, sólo en un más lejano largo plazo, sobre los problemas
ambientales globales.
En el otro extremo de esta cadena se encuentra América del Sur. El
subcontinente americano está sorteando la crisis con notable desempeño
gracias, precisamente, a la demanda de materias primas procedente de
China y otros países emergentes. En efecto, tanto el esfuerzo asociado a
la industrialización, como la mejora de las condiciones de vida de la
población en estos países, se ha traducido en un boom del precio de las
materias primas que antecede en varios años a la crisis y que provocó,
en su momento, la consiguiente alarma sobre los problemas de hambre y
seguridad alimentaria que ello suponía para muchos países pobres.
Curiosamente, y en contraste con las viejas teorías sobre la dependencia
y el deterioro secular de los términos de intercambio que puso en
circulación la CEPAL a mediados del siglo pasado, los países
sudamericanos han acogido con entusiasmo este patrón de crecimiento y
especialización. El problema, desde el punto de vista de la
sostenibilidad, no es otro que el coste ambiental que lleva asociada la
producción y exportación de alimentos y materias primas (minerales y
energéticos). Por un lado, el elevado precio de los alimentos eleva en
la misma proporción el coste de oportunidad de las tierras no
cultivadas: el coste de la conservación de ecosistemas como el bosque
tropical, los manglares y humedales, etc. Por otro, el elevado precio de
minerales y recursos energéticos hace financieramente rentable su
explotación, incluso en circunstancias muy adversas y acompañadas de un
gran deterioro ambiental (Azqueta y Delacámara, 2008). La resultante de
esta presión sobre la base natural con respecto al segundo de los
problemas ambientales globales apuntados, la pérdida de diversidad
biológica, no es difícil de adivinar. Al fin y al cabo, la principal
causa de pérdida de especies no estriba en la sobreexplotación de
aquellas que tienen un valor comercial, que también, sino que se debe a
la pérdida del habitat de aquellas que no tienen ninguno (que incluso
son desconocidas), pero que ocupan un espacio que tiene un coste de
oportunidad financiero (agrícola o ganadero, por ejemplo).
Ahora bien, a pesar de que un elemental cálculo de rentabilidad
económica mostraría con toda probabilidad que este patrón de
especialización en la explotación de materias primas es ineficiente
desde un punto de vista global, es difícil que, simplemente mostrando
estos resultados, los países afectados cambien su comportamiento #(2).
La razón no es otra que la asimetría existente con respecto al reparto
de los costes y los beneficios de un comportamiento más respetuoso con
respecto al medio ambiente. El beneficio asociado a la conservación
ambiental es un beneficio que estos países generarían a favor no sólo de
ellos mismos, sino también del resto del mundo: una externalidad positiva
para los demás. Por otro, sin embargo, los costes asociados a este
modo de proceder (el coste de oportunidad de las divisas sacrificadas
al renunciar a la explotación y exportación de una parte de estos
recursos, o incurriendo en costes más elevados `para hacerlo de una
forma respetuosa con el medio natural) quedarían en el interior de sus
fronteras. Estos costes de oportunidad, es decir, los beneficios de la
minería y explotación de los recursos naturales son, además,
particularmente elevados en estas economías, desde una perspectiva
social. En primer lugar, porque al tener como objetivo prioritario
elevar la tasa de crecimiento, el precio de cuenta de la inversión (la
relación entre la productividad marginal social del capital y la tasa
social de descuento del consumo) es superior a la unidad, y estas
divisas son, en gran parte, poder adquisitivo en manos del sector
público. En segundo lugar, y para el caso de algunos países muy
concretos (Argentina por ejemplo), que tienen muy difícil el acceso a
los mercados financieros internacionales, es el propio precio de cuenta de la divisa el
que es muy alto, haciendo que cualquier inversión que produzca divisas
tenga una rentabilidad social igual al diferencial incorporado en el
valor del riesgo-país.
En estas condiciones es difícil que el mundo desarrollado, si llegara
a la conclusión de que en este momento le convendría un cambio de
rumbo en los países emergentes, lo que ya de por sí es dudoso, convenza
a estos países de que deberían modificar su modelo de desarrollo, y
que éstos muestren algún interés por hacerlo en el corto plazo. Ello
supondría sacrificar un rendimiento económico que, si bien tiene
consecuencias ambientales negativas, sobre todo en el largo plazo,
permite conseguir unos objetivos sociales sumamente valiosos en el
corto; y que se beneficiaran de ello, sin contraprestación, quienes son
en gran medida responsables del grado de deterioro ambiental que hoy
sufre la humanidad.
La teoría económica más elemental muestra que una forma sencilla de
resolver el problema de las externalidades es internalizándolas:
haciendo que el responsable de su generación vea reflejado este impacto
en su cuenta de resultados. En este caso, la internalización de la
externalidad generada por aquellos países que conservan el entorno
natural y reducen su presión sobre el medio natural (conservando sus
bosques y humedales, reduciendo sus emisiones de gases de efecto
invernadero, por ejemplo), se traduciría en que los países beneficiados
por ello realizaran el pago correspondiente. De esta forma, la solución
económicamente eficiente, sería también la socialmente más provechosa
para los países que conservaran el medio natural.
La deuda ecológica, calculada a partir por ejemplo de la diferencia entere la huella ecológica de un determinado país, y la superficie biológicamente productiva del
planeta (partiendo de la base de que todos los habitantes de la Tierra
tienen el mismo derecho a disfrutar de sus servicios naturales y
ambientales), podría ser un buen punto de partida, una vez que el
cálculo de estas últimas haya adquirido el suficiente rigor conceptual.
No parece, sin embargo, que los actuales sean tiempos propicios para
abrir siquiera una discusión en este sentido.
CONCLUSIÓN
La actual crisis económica y financiera no sólo ha reducido
parcialmente la presión sobre los activos naturales y ambientales, lo
que es positivo, sino que ha relegado la preocupación con respecto a la
sostenibilidad ambiental a un lugar muy secundario en el orden de las
prioridades públicas, lo que puede tener consecuencias muy negativas en
el medio y largo plazo. La presión a favor de un cambio de rumbo hacia
un modelo de desarrollo más sostenible y respetuoso con el medio
ambiente se ha reducido considerablemente. Puede que en los países
europeos, las demandas sociales frenen en parte esta caída (aunque el
caso de España no invita precisamente al optimismo) pero, en cualquier
caso, el papel directo de Europa en la lucha contra la degradación
ambiental, cada vez será más reducido. Distinto es el papel que Europa
puede jugar, indirectamente, para convencer (y financiar) el cambio de
rumbo en los países emergentes. En un contexto de crisis y depresión,
sin embargo, y teniendo en cuenta la importancia del crecimiento de
estas economías para la propia gestión de la crisis europea, los
incentivos para desempeñar un papel de liderazgo en este sentido son,
hoy por hoy, pequeños.
Referencias
Azqueta, D. y D. Sotelsek (2007). Valuing Nature: From Environmental impacts to Natural Capital. Ecological Economics, 63 (1): 22-30.
Azqueta, D. y G. Delacámara (2008). El costo ecológico de la
extracción de petróleo: una simulación. Revista de la CEPAL, 94:59-74.
Kumhof, M. y R. Rancière (2011). Desigualdad igual a endeudamiento. Finanzas y Desarrollo, septiembre de 2011: 25-27.
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