viernes, 4 de mayo de 2012

Alimentos ecológicos y locales

El ser humano es una transformación de los alimentos, decía el dietista Víctor Poucel; cuando se alimenta es «invadido e informado en todo su organismo vivo por el juego multiforme del universo.
 ECOticias.
El alma del hombre y el alma del vegetal contenida en la semilla están sometidas a los mismos factores cósmicos para su fructificación: el fruto del alma humana, regada y bendecida por las influencias del cielo y nutrida por la tierra, es el conocimiento y la bondad consecuente del buen pensar, el buen decir y el buen hacer. El fruto de la semilla regado por las ubres del cielo, amamantado por los nutrientes de la tierra y protegido por los brazos de los hombres es la donación y el sacrifico de un reino, el vegetal, que se acerca a la conciencia cuando el hombre se alimenta con sus savias, nutrientes y tejidos, su substancia; es la donación de una energía de vida, una fuerza vital llena de sol y de tierra, de antepasados que yacen en la umbría del olvido de los siglos para transformarse en Ser Humano.

El ser humano es una transformación de los alimentos, decía el dietista Víctor Poucel; cuando se alimenta es «invadido e informado en todo su organismo vivo por el juego multiforme del universo. Y en este juego están entremezclados cuerpo y espíritu; el hombre está insertado en el universo y lo capta en los modos más elementales y fundamentales de su expresión. Por medio de su cuerpo, el hombre asimila el universo entero» (Jean Hani).
Los que nos conocen saben que siempre intentamos dotar a la naturaleza de una diversidad de sentidos; cualquiera de sus elementos es susceptible de una interpretación simbólica, que ayudará a un conocimiento más real de lo que tenemos entre manos. En esta ocasión queremos escribir sobre la semilla como factor clave en lo que se viene llamando la soberanía alimentaria de los pueblos. Y para producir ese acercamiento a este diminuto misterio -pues «la semilla brota y crece sin que se sepa cómo»-, a veces tan minúsculo como el grano de mostaza, queremos recordar sólo una más de las muchas analogías que hay sobre su esencia, que nos hará mirar cada nueva semilla que caiga en nuestras manos como un auténtico canto a la capacidad creadora de la naturaleza. Y quizá las valoremos entonces en su justa medida, y defendamos, en consecuencia, el derecho inalienable de los pueblos a recoger sus propias semillas, derecho que en estos tiempos está siendo violado por los intereses crematísticos de una industria agroalimentaria que ha convertido la sacralidad del alimento en mercancía.
La semilla contiene el fruto de nuestro alimento, es una potencia latente que se realiza cuando “muere” en la oscuridad de la tierra; por eso, desde el origen de los tiempos el hombre ha visto en ella un poderoso símbolo de su propio renacimiento espiritual; sólo en la oscuridad de la negación de lo que no se es, se llega realmente a ser. En ambos casos la idea-potencia sólo fructifica si se entierra, no hay cosecha sin siembra. Y esta analogía se repite desde el inicio de los tiempos como una enseñanza simbólica, que va directa al corazón del hombre abierto al lenguaje de la naturaleza, y se repite en la sinfonía inaudita de una miríada de variedades vegetales, que imitan al infinito en su variedad de formas, colores, texturas, sabores y olores, y en su circularidad eterna, semilla-fruto-semilla.
- El tesoro verde
La semilla es el despliegue de un tesoro hecho de una dimensión biológica y una dimensión intangible que alimentan el cuerpo y el alma del hombre. Para el agricultor, la semilla no es simplemente la fuente de futuras plantas para su alimento; representa un lugar de acopio de cultura y de historia. La semilla es el primer anillo de la cadena de la alimentación. La semilla es el supremo símbolo de la seguridad alimentaria: semillas de tomate cuarentena o corazón de buey, lechugas hojas de fraile, lechuga de oreja de burro o de los tres ojos, col piel de sapo, haba morada, calabacín de rayas, melona rosada, melona de Carcaixent, calabaza pipa de madera, zanahoria morá, patata copo de nieve, uva crespiello, col paperita, escarola perruqueta, espigal…
Esta lista innumerable de tesoros genéticos que han alimentado a la humanidad empezó cuando el hombre decidió domesticar las plantas silvestres interviniendo en la naturaleza. Cuando Caín mató a aquel Abel trashumante y recolector de frutos salvajes pagó un primer precio, que fue el perder, además de la libertad del nómada, una serie de características nutricionales, que no se adecuaron a la domesticación, (muchas especies silvestres tienen un mayor contenido en antioxidantes, vitaminas, minerales y ácidos grasos omega-3 que el que se encuentra en la mayoría de las plantas cultivadas); pero en sus inicios mantuvo la riqueza de la biodiversidad agrícola y, a través de una continua y deliberada selección y mejora, generó un sinfín de tipos distintos dentro de cada especie vegetal utilizada para el cultivo, las llamadas “variedades”. Los agricultores indios, por ejemplo, han desarrollado 200.000 variedades de arroz a través de sus innovaciones y cultivos. Con el tiempo, y en ese descenso por el río de la historia, el hombre fue “cainizándose” más, sedentarizándose paulatinamente, creciendo y multiplicándose y sofisticando la selección de especies, para mejorar su subsistencia y regularar la producción en su beneficio; un beneficio que con el tiempo perdió el sentido, se fue haciendo más y más estrecho de miras hasta desembocar, entre otras tragedias, en una pérdida de recursos fitogenéticos, al reducirse dramáticamente las variedades, sacrificadas en aras de una mayor producción como única variable a considerar (las variedades industriales están adaptadas fundamentalmente a maximizar el rendimiento en kilos de cosecha por hectárea).
Como nos cuenta José Esquinas, profesor, ex funcionario internacional de la FAO y director de la cátedra de Estudios sobre Hambre y Pobreza de la Universidad de Córdoba: «A lo largo de la historia de la humanidad, cuando se estudia qué plantas han sido utilizadas por el ser humano, ya sea para alimentarse, ya sea para cubrir sus necesidades básicas, como el vestido, encontramos del orden de 8.000 a 10.000 especies distintas. Hoy, en el siglo XXI, estamos cultivando nada más unas 150 especies. Y dentro de éstas, doce de ellas contribuyen en más de un 70% a la alimentación calórica humana. Y solamente cuatro -el trigo, el arroz, el maíz y la patata- contribuyen en más del 50% a la alimentación calórica humana. Así podemos darnos cuenta de hasta qué punto estamos utilizando mal la diversidad o no estamos utilizando para nada la diversidad. Es difícil establecer cuánta diversidad se ha perdido, pero se puede decir que en la mayor parte de las especies cultivadas se ha perdido más del 75% de la diversidad que existía a principios de siglo».
Al mundo moderno le encanta reducir la calidad de los reinos que le rodean, prefiere el control de la uniformidad -tanto biológica como cultural- a la libertad de la diversidad, y eso ha hecho que uno de nuestros mayores tesoros, el auténtico oro verde de la biodiversidad agrícola, esté desapareciendo. Hemos perdido ya un maravilloso patrimonio genético y nos encontramos dolorosamente mermados ante los impredecibles cambios medioambientales que se avecinan, pues todos los sistemas, humanos o ecológicos tienden hacia una mayor estabilidad y adaptabilidad frente a las fluctuaciones externas cuando están más diversificados. Como dice Antonio Viñas, de la Universidad Paulo Freire, «hemos perdido infinidad de semillas madre: un patrimonio alimentario construido a lo largo de los siglos con el esfuerzo de los campesinos, una pérdida de olores, sabores y valores culturales incalculables, unas tecnologías de manejo y cultivo propios. En definitiva, una catedral de insustituibles conocimientos y relaciones con la tierra».

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